viernes, febrero 24, 2012

“Mi semana con Marilyn” (2011) - Simon Curtis

Crítica Mi semana con Marilyn 2011 Simon Curtis
De seductores ojos azules, de brillante cabello rubio platino, de seductora silueta curvilínea y de dulce y embriagadora voz… Así era Marilyn Monroe, una de las estrellas más emblemáticas de los años dorados de Hollywood y toda una sex symbol que encandiló a los espectadores de la época y también a los de décadas posteriores. Su vida, sin embargo, no fue un camino de rosas... Pasó su niñez sin conocer un padre y quedando al cuidado de una madre con graves trastornos mentales que no pudo hacerse cargo de ella como debiera, lo que llevó a la joven Norma Jean (su verdadero nombre antes de adjudicarse uno de artístico) a vivir con diversas familias adoptivas e incluso a pasar por un orfanato.

A la edad de 18 años su vida cambió a mejor cuando inició su carrera de modelo, escaparate que le sirvió un año después para introducirse en el mundillo del cine realizando pequeños papeles en películas y series de televisión.

A principios de la década de los cincuenta ya empezó a ser un rostro conocido gracias a películas como “Niagara” o “Los caballeros las prefieren rubias”, trabajando con directores de renombre y gran talento como Howard Hawks, Billy Wilder, Otto Preminger o George Cukor. Aquellos fueron sus años de mayor éxito y su consagración como actriz, pese a que algunos aún seguirían poniendo en duda su talento interpretativo y considerándola una mera cara bonita.

En 1962 llegaría la tragedia, falleciendo en su domicilio a causa de una sobredosis de barbitúricos. Dicho suceso fue calificado por las autoridades como un más que probable suicidio, aunque siempre hubo voces que hablaron de posible asesinato.

Sea como fuere, lo que es bien seguro es que Marilyn Monroe permanece muy viva en el recuerdo de muchos profesionales y amantes del séptimo arte, así que era cuestión de tiempo que su vida fuera llevada a la gran pantalla.

Como ocurre a veces en la meca de Hollywood, dos proyectos surgieron a la vez con mismas intenciones, pero en este caso (como en otros tantos), sólo uno de ellos sobrevivió: My Week with Marilyn (aka Mi semana con Marilyn; sí, traducción literal, por sorprendente que parezca).

El otro proyecto anunciado como “Blondie”, basado en unas falsas memorias de Joyce Carol Oates, con Naomi Watts encarnando a Monroe y bajo la dirección de Andrew Dominik (El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford) quedó en agua de borrajas.

Recién casada con Arthur Miller (Dougray Scott) y coincidiendo con su luna de miel, Marilyn Monroe (Michelle Williams) llega a principios del verano de 1956 a Inglaterra para rodar “El príncipe y la corista”, el film que le haría compartir escena con el célebre Sir Laurence Olivier (Kenneth Branagh), legendario actor británico de teatro y cine, que protagonizaba, producía y dirigía la cinta.

Ese mismo verano Colin Clark (Eddie Redmayne), un joven de 23 años recién licenciado en Oxford y aspirante a director, pisaba por primera vez un set de rodaje como ayudante en “El príncipe y la corista”.

Cuarenta años después, Clark relató sus experiencias durante los seis meses de rodaje en un libro autobiográfico: “El príncipe, la corista y yo”. Pero en el libro se omitía lo que había pasado durante una semana. Años después, en una secuela de su autobiografía llamada “Mi semana con Marilyn”, Clark contó lo que ocurrió en esos siete días que compartió con la mayor estrella de todos los tiempos.

A diferencia de otras recientes producciones biográficas como “J. Edgar” o “La dama de hierro”, la película del debutante Simon Curtis no abarca “toda” una vida del personaje radiografiado ni pretende tampoco hacer un resumen de sus mejores y peores momentos, sino que se centra en un periodo muy concreto de su vida; un periodo contado a través de los recuerdos y experiencias de un joven “chico de los recados”.

A falta de flashbacks, el director recurre al no menos manido –aunque aquí efectivo- recurso de la voz en off para relatarnos los pormenores de un problemático rodaje desde la perspectiva de Colin Clark, un don nadie que compartió paseos y caricias con uno de los mayores iconos del siglo XX.



Marilyn llega a Inglaterra convertida en una estrella tras su paso por películas tan populares como “Los caballeros las prefieren rubias", “Cómo casarse con un millonario” o “La tentación vive arriba”. Sin embargo, para sus adentros sigue mostrando una gran inseguridad en sí misma, algo que trata de remediar con la ayuda de Paula Strasberg, actriz de teatro que la instruye y aconseja siguiendo las pautas del “Método” aplicadas por su marido Lee Strasberg (basándose éste en el sistema Stanislavski) y que también emplean intérpretes coetáneos como Montgomery Clift, James Dean, Marlon Brando o Paul Newman (y que más tarde siguieron otros actores como Robert De Niro, Al Pacino, Dustin Hoffman o Jack Nicholson).

Con “El príncipe y la corista” Marilyn pretende mejorar sus aptitudes interpretativas para lograr que la tomen en serio como actriz y dejar de ser reconocida solamente como una bomba sexual. Sin embargo, pese a su buena voluntad, el rodaje no marcha como era de esperar. Laurence Olivier cada día está más exasperado con la actitud despreocupada y poco profesional de su joven compañera de reparto, que es incapaz de llegar puntualmente a los rodajes y de aprenderse la línea de dialogo más sencilla del guión. Es por ello que la falta de entendimiento y las discusiones entre ambos son constantes, lo que no hace más que aumentar la inseguridad y el malestar de la actriz.

Entre Marilyn y Olivier se establece una especie de relación amor-odio, o mejor dicho, admiración-odio. Ambos desean trabajar juntos, pero la visión de su trabajo como intérpretes es diametralmente opuesta y los rifirrafes son constantes. El rodaje se convierte en un infierno para ambos, y Marilyn sólo consigue evadirse de sus preocupaciones y disgustos abusando de alcohol y barbitúricos, y tonteando con un jovencito ingenuo y enamorizado, el ayudante Colin Clark.

Curiosamente la razón de ser de esta película, es decir, el contarnos el affaire de siete días entre Monroe y Clark, es lo menos atractivo de la historia.

No se puede negar que a través de los ojos de Clark nos acercamos a la Marilyn más humana y más imperfecta. Cuanto más nos adentramos en su intimidad y más conocemos sus miedos y sus angustias, más nos alejamos de la estrella mediática y famosa actriz de Hollywood que ven los demás. Sin embargo, su efímero amorío (la actriz tenía fama de rompecorazones, y no olvidemos que en ese momento está casada con Miller, su -para más inri- tercer marido) no termina de resultar demasiado interesante, bien porque no paramos de asistir a abundantes clichés de corte romántico o bien porque el propio personaje de Clark nos resulta demasiado insulso como para causarnos cierta empatía. Algo en lo que además colabora la apática y monocorde actuación de Eddie Redmayne, que parece repetir el mismo tedioso registro de mentecato atolondrado visto ya en “Los pilares de la Tierra” o “Black Death”.

Podríamos vivir sin conocer los detalles de esa inolvidable semana que Clark pasó con Marilyn (asumiendo que lo que se nos cuenta sea verídico), pero son más importantes aquellos otros momentos que verdaderamente ansiábamos contemplar. Esos destellos de “cine dentro de cine” con los que nos obsequian director y guionista son lo más agradecido de la película, así como el permitirnos disfrutar de la majestuosa interpretación de Michelle Williams (en un papel propuesto inicialmente para Scarlett Johansson). En sus gestos, en su mirada, en su voz… Williams es Marilyn, ni más ni menos.


La película nos permite descubrir la mujer que habita bajo la piel de la famosa actriz, y nos desvela que el personaje más difícil que Norma Jean tuvo que encarnar jamás fue, precisamente, el de Marilyn Monroe. Probablemente fuese el peso de ser quién era y de la presión mediática e incomprensión que sufría a su alrededor (salvo por parte de Strasberg, que además de profesora sería su confidente) lo que acabó destruyéndola y, en consecuencia, convirtiéndola en una leyenda.

Pero ante todo, aquí debemos atenernos tanto a su vida privada como, de forma más secundaria, a su vida profesional, y los avatares del rodaje de “El príncipe y la corista” son una buena muestra de lo mucho o poco que podía dar de sí como actriz.

Tras su colaboración en “La tentación vive arriba", Billy Wylder juró que jamás volvería a trabajar con ella, algo que luego no pudo cumplir (coincidirían de nuevo en “Con faldas y a lo loco”), pues él mismo admitía que “cuando la volvía a ver, siempre la perdonaba”. De algún modo, eso queda plasmado en la figura de Laurence Olivier, al que encarna un estupendo Kenneth Brangh, pues quién mejor que un apasionado de Shakespeare para interpretar a otro apasionado del dramaturgo inglés; quién mejor que un actor/director para encarnar a otro actor/director (más siendo un servidor de la opinión de que Branagh ha sido y será siempre mejor en lo primero que en lo segundo).

Marilyn saca constantemente de sus casillas a un ciertamente endiosado y anquilosado Olivier, pero éste se rinde a sus pies cuando la muchacha borda su papel con esa frescura y esa fogosidad que tanto la caracterizaron. Y ese amor-odio es el que tan celo y recelo produce en su esposa, Vivien Leigh (Julia Ormond).

Pese a lo descrito en párrafos anteriores, lo cierto es que “Mi semana con Marilyn” mantiene casi en todo momento un tono ligero y agradable. Curtis consigue una película interesante pero de discretos resultados, y en dónde todo el peso de la misma recae en una formidable Michelle Williams. Y es que este año no parece que vayamos a asistir a ningún gran biopic, aunque todos ellos nos han dejado interpretaciones para el recuerdo.


Lo mejor: Michelle Williams encarnando a Marilyn Monroe.


Lo peor: que resulte tan inocua e intrascedente, algo muy distinto a lo que fue la vida de este mito.


Valoración personal: Correcta

sábado, febrero 18, 2012

“Shame” (2011) – Steve McQueen

Crítica Shame 2011 Steve McQueen
Poca duda cabe que Michael Fassbender es, ahora mismo, el actor de moda en Hollywood. A nivel actoral supone una apuesta segura (ya lo ha demostrado en varias ocasiones) y los estudios se pelean por ficharle y tenerle en su próximo proyecto de peso.

La pasada década le vio nacer como actor figurando en diversas series de televisión y telefilms hasta que por fin logró recaer en su primer proyecto de gran tirón comercial, “300”, acompañando a Leónidas en su batalla contra los persas. Más tarde hizo pareja con Kelly Reilly en ese brillante –y poco conocido- survival inglés titulado “Eden Lake”. Pero no sería hasta la llegada de “Hunger”, debut del director Steve McQueen (nada que ver con el legendario intérprete de “La gran evasión” o “Bullit”) y premiado con la Cámara de Oro en Cannes, cuando empezaría a destacar por sus sorprendentes dotes interpretativas.

Y de ahí al estrellato ha sido cuestión de tiempo, muy poco tiempo. Un rol bastardo ofrecido por Tarantino en “Malditos bastardos”, algún que otro protagonismo o papel secundario en proyectos de menor calado (Centurión, Jonah Hex…), hasta llegar a un 2011 en el que el actor no ha parado de trabajar. Ha sido un psiquiatra en “Un método peligroso”, ha encarnado a un mutante en “X-Men: Primera generación” y ahora es un adicto al sexo en “Shame”, película en la que se reencuentra con McQueen.

Brandon (Michael Fassbender) es un hombre de treinta y tantos años que vive en un confortable apartamento en Nueva York. Para evadirse de la monotonía del trabajo seduce a las mujeres en una serie de historias sin futuro y encuentros de una noche.

Pero el ritmo metódico y ordenado de su vida se ve alterado por la imprevista llegada de su hermana Sissy (Carey Mulligan), una chica rebelde y problemática. Su presencia explosiva llevará a Brandon a perder el control sobre su propio mundo.

En Shame, McQueen nos sumerge en la vida de un hombre aparentemente normal pero con un lado oculto a los ojos de quienes le rodean. Brandon siente una adicción compulsiva hacia el sexo; apenas puede permanecer demasiado tiempo sin su dosis diaria de “descarga”, por lo que recurre de forma frecuente a encuentros sexuales con desconocidas, solicita los servicios de una profesional u opta por la masturbación con o sin estimulación previa. Para Brandon, el sexo es casi como respirar; es una necesidad que debe ser constantemente saciada. Y esa necesidad no se conforma con cualquier cosa ni tampoco con la rutina diaria, por lo que Brandon es incapaz de mantener una relación estable con una mujer o lograr que el sexo más común satisfaga su apetito.


De algún modo, su sexualidad se convierte en su tormento, en una prisión con barrotes de lujuria de la que le resulta imposible escapar.

La irrupción de su atractiva y no menos promiscua hermana desbarajusta el estilo de vida de Brandon y trae consigo conflictos que de algún modo ansiaba haber dejado anclados en el pasado. Y es que su propia hermana (una estupenda Carey Mulligan) despierta en él una tensión sexual que parece atormentarle desde tiempo atrás, lo que le invita a mantener un forzado distanciamiento con ella. La presencia de Sissy en su apartamento, su actitud despreocupada y desvergonzada, perturba la tranquilidad más o menos estable que Brandon había adquirido dentro de su invisible y oscuro mundo, y reaviva sentimientos desterrados en lo más profundo de su ser. Sissy se convierte en el peso de más que desequilibra su balanza interna.

Incapaz de controlar a su hermana, y menos aún de controlarse a sí mismo, Brandon va descendiendo poco a poco a los infiernos, sintiendo vergüenza de sí mismo y sumiéndose en la amargura.

McQueen no busca que el espectador juzgue a Brandon sino que se mete en su cabeza. No busca incomodarnos sino adentrarnos en el submundo de perturbación y depravación de un hombre absorbido y devastado por su apetito sexual.

El director no escatima en desnudos integrales ni duda tampoco en mostrarnos deliberadamente los atributos viriles de Fassbender (algo que ocurre de forma reiterada durante los primeros minutos de la película), logrando así romper con cualquier tabú que pudiera entorpecer el crudo y contundentes retrato de un personaje adicto al sexo. En otras ocasiones, sin embargo, la elegancia cobra protagonismo cuando el acto sexual no representa más que un pedazo de esa lujuria desatada que va desgarrando la consciencia de Brandon. McQueen opta por el juego de planos sugerentes y provocativos que nos muestran tanto el lado físico de la escena como el lado emocional, captando a la perfección el dolor que siente Brandon al comprobar por sí mismo de qué modo trata de suplir su insatisfacción.


Fassbender transmite la tristeza, la culpabilidad, la pasión y la lascivia de su personaje a través de la mirada. Un trabajo de interpretación de esos que bien valen, como mínimo, una nominación a los Oscar, aunque ya sabemos que la Academia es demasiado retrógrada y puritana para concederle una mísera nominación a una película de este estilo.

En alguna ocasión McQueen peca de rigidez narrativa al abusar de plano fijo y con ello estirar en demasía alguna escena como aquella en la que Sissy muestra sus virtudes para el canto. Pero ese es un insignificante detalle para una dirección más que certera por su parte, donde la sobriedad y el ritmo pausado contrastan con la agresividad de algunas imágenes.

Finalmente, se intuye que guionista y director pretenden dejar el desenlace de “Shame” en manos del espectador, quién de algún modo debe dictaminar si Brandon toma, en cuestión de segundos, la decisión de alejarse del camino de la amargura por el que lleva arrastrándose tanto tiempo o, si por el contrario, y pese a todo lo que ha ocurrido en los últimos días, prosigue con sus andaduras ante la incapacidad de ver una posible vía de redención o salvación.


Lo mejor: Fassbender.

Lo peor: que su temática le impida aspirar a Premios que otraos filmes de menor calado ostentan con facilidad gracias al consevradurismo de los académicos.


Valoración personal: Correcta-Buena

viernes, febrero 03, 2012

“Moneyball: Rompiendo las reglas” (2011) - Bennett Miller

Crítica Moneyball: Rompiendo las reglas 2011 Bennett Miller
Junto al fútbol americano y el baloncesto, el béisbol es uno de los deportes por excelencia de los americanos. Dentro del género deportivo, el cine de Hollywood ha reflejado su amor por este deporte con toda clase de películas; desde dramas (El mejor, Hardball) hasta comedias (Ellas dan el golpe, The Bad New Bears), pasando por el género fantástico (Campo de sueños, Ángeles), el romántico (Los búfalos de Durham, Entre e amor y le juego) e incluso el musical (Llévame a ver el partido, con Frank Sinatra y Gene Kelly). Claro que las que suelen encandilar más a la crítica -si están bien hechas- son aquellas que están basadas en hechos reales (The Rookie, El orgullo de los yanquis), como es el caso de “Moneyball”, segundo largometraje del cineasta Bennett Miller, aquél que en 2005 nos redescubrió como actor a Philip Seymour Hoffman en su versión (aquél año se estrenaron dos) de “Truman Capote”.

Hubo un tiempo, cuando era joven, en que Billy Beane (Brad Pitt) fue una prometedora estrella del béisbol. Sin embargo, la gloria como jugador jamás le llegó, por lo que enfocó toda su naturaleza competitiva hacia el área de la dirección de equipos.

Al comienzo de la temporada 2002, Billy se enfrenta a una difícil situación: su modesto equipo, los Oakland Athletics, ha perdido, una vez más, a sus mejores jugadores a manos de los clubes grandes -y sus contratos millonarios- y encima tiene que reconstruirlo con sólo un tercio del presupuesto. Decidido a ganar, Billy se enfrenta al sistema desafiando a los más grandes de este deporte utilizando las teorías innovadoras de Bill James que logra poner en práctica su nuevo ayudante, Peter Brand (Jonah Hill), un economista de Yale con talento para los números. Los resultados, no obstante, tardarán en llegar, por lo que mientras tratan de lograr su propósito deberán aguantar el chaparrón de críticas que les lloverá desde los medios de comunicación, los forofos e incluso el propio entrenador del equipo.

La película se basa en el libro “Moneyball: The Art of Winning an Unfair Game” escrito por el ex corredor de bolsa Michael Lewis, quién en él relata la historia real de Billy Beane, el gerente general de los Athletics que aquí encarna Pitt.

Beane sabe que es imposible que un club modesto como Oakland Athletics pueda competir con los grandes clubes que ganan las ligas a golpe de talonario fichando a los mejores jugadores de la liga para formar equipos imbatibles. Sabe también que va a resultar imposible reemplazar a los tres últimos jugadores estrella que le han arrebatado si no dispone del dinero necesario para invertir en unos sustitutos que estén más o menos al mismo nivel.

Pero un buen día, en el transcurso de una infructuosa transacción comercial, conoce a Peter Brand, un economista con una visión del juego totalmente distinta de la que él maneja. Siguiendo las teorías de Bill James, Brand establece análisis estadísticos para medir la actividad en el juego y de los jugadores. Mediante valores numéricos, es capaz de decidir qué tipo de jugador le conviene más al equipo, independientemente de su calidad o su estado físico.

Beane no tiene nada que perder pero sí mucho que ganar si Brand está en lo cierto, por lo que decide convertirlo en su primer ayudante para intentar sacar adelante al equipo.


Así es como empiezan a fichar jugadores descartados por los demás equipos por ser demasiado viejos, demasiado problemáticos o simplemente por estar lesionados. Jugadores que, no obstante, cuentan con habilidades clave poco valoradas que pueden serles de utilidad para ganar los partidos. Por supuesto, ellos son los únicos que lo ven así, y tienen en su contra a todo el mundo; entre ellos, al entrenador encarnado por Philip Seymour Hoffman, quién no tolera que le digan cómo tiene que hacer su trabajo.

Pero tarde o temprano, el experimento que Billy y Peter ponen en marcha comenzará a dar sus frutos…

Sin riesgo no hay gloria. Y de eso es de lo que trata esta película; de un hombre que, haciendo caso a su intuición, desafió el sistema para sobrevivir en un juego donde la competitividad estaba demasiado reñida con el dinero. En ese escenario, Beane tratará de cuadrar sus cifras para ganar el campeonato, pero a medida que pase el tiempo, se dará cuenta que en la vida y en el juego hay cosas más importantes.

En el transcurso de su lucha, el personaje de Pitt evoluciona y se involucra con los jugadores de un modo que antes rehusaba contemplar. Esto le permite tener una visión de futuro mucho más amplia y personal acerca del juego, siendo ésta la única forma de poder avanzar dentro del mismo. Aunque los resultados no sean inmediatos, el compenetrado dúo formado por Billy Beane y Peter Brand logra, de algún modo, revolucionar el beisbol y hacer historia sin necesidad de convertirse en el caballo ganador por excelencia. Aunque las estadísticas que manejan sean prácticamente infalibles, el juego se compone de mucho más que cifras, y sólo la perfecta unión de todos los componentes puede dar con la fórmula del éxito.


Precisamente de fórmulas es de lo que huye el guión de Aaron Sorkin (La red social) y Steven Zaillian (En busca de Bobby Fischer), procurando sortear los abundantes clichés del género deportivo centrando la trama en una figura, la del gerente general, poco dada a acaparar el protagonismo de este tipo de historias de superación personal (es más común que el centro de atención sea un jugador o un entrenador, personajes aquí imprescindibles pero secundarios). Cierto es que se nos muestran los partidos de béisbol con esa emoción que requiere toda traslación cinematográfica, pero en el fondo el verdadero sentido de la película no es tanto cómo se juega dentro del campo sino fuera de él, y no tanto si el método empleado por Beane y Brand es mejor o peor, sino el esfuerzo en llevarlo a cabo, la capacidad de creer en algo en lo que los demás ni creen ni entienden.

Pitt resulta convincente en la piel de Beane, un hombre competitivo que se reinventa a sí mismo y que patea los obstáculos con tanta testarudez como tenacidad. Curiosa la compenetrada pareja que forma el marido de Jolie con Jonah Hill, actor que por primera no (me) resulta insoportable en pantalla (lo cual dudo sea mérito suficiente para nominarlo a los Oscar).

Interesante y no tan convencional como podría parecer, “Moneyball” nos sumerge de lleno en los bastidores del beisbol y nos cuenta una historia en la que un tipo inconformista se revela y se cuestiona las normas de un sistema establecido 150 años atrás en el tiempo. Una historia que puede entenderse más allá del ámbito deportivo, y en donde el personaje principal simplemente se cuestiona su propia forma de ver las cosas, tanto en lo personal como en lo profesional, y cuyo logro final es alcanzar una victoria que no necesita de trofeos ni de trascender en los grandes titulares.


Lo mejor: la evolución de Beane, el personaje de Pitt.

Lo peor: el poco trabajado entorno familiar de Beane; que la historia sea interesante pero no emocionante.


Valoración personal: Correcta