viernes, enero 27, 2012

“J. Edgar” (2011) - Clint Eastwood

Crítica J. Edgar 2011 Clint Eastwood
Si en 2006 era un ambicioso Robert De Niro el que se ponía por segunda vez detrás de las cámaras para rodar un pseudobiopic sobre uno de los principales fundadores de la CIA, la agencia gubernamental de espionaje más famosa del mundo, esta vez es el maestro Eastwood quién se adentra en los pasillos y despachos del FBI para relatarnos la historia de uno de sus directores generales más longevos y controvertidos, John Edgar Hoover.

En 1924, y con sólo 29 años, John Edgar Hoover (Leonardo DiCaprio) fue nombrado director general del FBI para que reorganizara la institución, considerada por muchos un foco de corrupción. Hoover ocupó el cargo hasta su muerte en 1972, sobreviviendo a siete presidentes, alguno de los cuales intentó inútilmente destituirlo. Los archivos que Hoover guardaba celosamente, llenos de secretos inconfesables de importantes personalidades, lo convirtieron en uno de los hombres más poderosos y temidos de la historia de los Estados Unidos.

Delante y detrás de este enésimo drama biográfico nos encontramos a tres profesionales a quienes el campo del biopic no les es desconocido. Para empezar, el guión corre a cargo de Dustin Lance Black, quién en 2008 hizo méritos para alzarse con el Oscar al Mejor Guión Original por “Mi nombre es Harvey Milk”. DiCaprio, por su parte, se metió en la piel de Howard Hugues en “El Aviador” bajo las órdenes de Martin Scorsese, y casi una década atrás ya demostró su valía en “Diario de un rebelde”, basada en una novela autobiográfica. Y para terminar, tenemos a Eastwood, que después de “Bird”, “Invictus” y la pseudobiografica “Cazador blanco, cazador negro” (todos sabemos que el personaje protagonista aludía a John Huston) tiene sobrada experiencia a la hora de retratar personajes e historias reales.

Con semejante trío, y trabajando juntos por primera vez dos ases como Eastwood y DiCaprio, uno espera lo mejor de una película de estas características, sobre todo teniendo en cuenta que el personaje de Hoover es un caramelo para cualquier cineasta -con talento- que se precie. El resultado, sin embargo, está lejos de ser brillante, y probablemente no sea lo mejor ni de su director ni de su actor protagonista. Pero tampoco es un trabajo desdeñable habida cuenta de sus apreciables virtudes.

Mediante continuos saltos en el tiempo, Eastwood nos va relatando los avatares de Hoover desde que encabeza la dirección de la agencia hasta el día de su muerte. El propio Hoover se encarga de contarnos –con sus respectivos adornos- la historia de su vida mientras dicta su autobiografía al mecanógrafo de turno. Sus recuerdos, y la forma en que los cuenta, se transforman en esos flashbacks que nos acercan a los años de su juventud, unos tiempos convulsos en donde los delincuentes campan a sus anchas.

Guionista y director prefieren quedar al margen de juicios extremistas y exponen los logros y las miserias del protagonista para que seamos nosotros mismos quienes le juzguemos o, en última instancia, seamos conscientes, con una visión más amplia y a la vez intimista, de lo mejor y peor de dicho individuo. Quizás eso sea más beneficioso para la película y para el propio espectador que el ofrecer una visión demasiada benévola de su figura (como ocurre en muchos biopics) o, por el contrario, crucificar sus actos de forma contundente sin llegar a comprender los motivos (justificados o no) que hubo detrás de los mismos. Claro que esa neutralidad también puede ser vista como una falta de valentía por parte de sus responsables, que han preferido no mojarse demasiado a la hora de retratar la vida personal y política de tan polémico personaje.

Hoover reformó, revolucionó y, en definitiva, mejoró una agencia gubernamental que, junto al resto de cuerpos policiales, resultaba francamente ineficaz ante el crimen imperante de la época. Con su nombramiento como director general, Hoover acabó con la corrupción interna a base de despedir agentes y reclutar a otros que asumieran el cargo con profesionalidad, responsabilidad y sobre todo lealtad. Por supuesto, toda elección quedaba sujeta a su restrictivo y subjetivo criterio, con lo que podía llegar a prescindir de agentes capacitados por mero despecho o ningunear a aquellos que supusieran una amenaza a la continuidad de su cargo.


También se rodeó de profesionales de distintas ramas (desde científicos a carpinteros, pasando por contables y asesores legales) para mejorar la eficiencia de la agencia y de sus agentes, potenciando la criminología a base de aplicar métodos científicos/técnicas forenses. De este modo, ninguna escena del crimen se limpiaba antes de que fuera concienzudamente estudiada y analizada para poder dar con pruebas incriminatorias que les pusieran sobre la pista de sus autores y, posteriormente, les permitieran juzgarles ante la ley.

Las distintas medidas impuestas por Hoover resultaron especialmente eficaces en su lucha contra el crimen organizado, y su posición y la de su agencia quedaron fuertemente reforzadas ante el caso de secuestro del hijo de Charles Lindbergh, un famoso aviador cuyas hazañas le habían convertido en una especie de héroe nacional. El suceso fue todo un escándalo que indignó a la sociedad, y el propio Hoover supervisó la investigación que finalmente dio con un culpable (aunque tiempo después se haya puesto en duda dicha culpabilidad).

Pero con tal de proteger a su país, y también de protegerse a su mismo, Hoover no dudaba en hacer lo que hiciese falta, fuese legal o no. Demostró ser un feroz anticomunista y antisemita, además de un racista, y veía enemigos en todos partes. Se regocijó en sus logros y se apropió de los méritos ajenos, ansiando una admiración que jamás le fue concebida. También utilizó a sus propios agentes para espiar a personalidades y políticos de la nación de modo que le facilitaran información privilegiada que le permitiera ejerce su poder sobre ellos, convirtiéndose así en una figura poderosa, intocable e imposible de derrocar. Sólo la Muerte pudo acabar con su férreo mandato.

Eastwood narra meticulosamente la carrera profesional de Hoover con un tono ciertamente documentalista, pero no se queda solamente ahí, sino que también ahonda en su vida privada, haciendo especial hincapié en dos aspectos fundamentales de la misma y estrechamente relacionados entre sí: su sexualidad y su dependencia materna.

Al joven John Hoover apenas se le conocían amistades y mucho menos relaciones con mujeres. Tenía un reducido círculo de confianza que, en ocasiones, se limitaba a su leal secretaria, Helen Gandy (Naomi Watts), y a su colega el agente Clyde Tolson (Armie Hammer). Con este último, se rumoreaba, mantenía una relación especial; una relación que emocionalmente iba mucho más allá de la simple amistad entre dos hombres, algo que aquí Eastwood sugiere sutilmente durante sus primeros encuentros y luego de forma mucho más clara y directa conforme avanza el metraje. En todo momento, eso sí, con la elegancia que caracteriza al director. En ese sentido, no crea que nadie pueda decir que él o el guionista se hayan mordido la lengua o hayan decidido omitir ese aspecto de la vida del protagonista. Ni mucho menos es el centro de atención de la historia pero si una parte imprescindible, por lo que debía incluirse sí o sí en la película, independientemente de la veracidad que se le presuponga (están los que lo consideran un rumor infundado y los que lo corroboran)


En lo que respecta a su dependencia materna, Hoover necesitaba constantemente del afecto y aprobación de su madre (encarnada por Judi Dench), y la enorme influencia que ésta ejercía sobre él es lo que en cierto modo le haría renunciar a su homosexualidad, convirtiéndose en un hombre soltero y reprimido de por vida. Una decisión tomada tanto por el bien de la familia como por el de su imagen pública.

Aún prescindiendo de bastantes de las licencias dramáticas que se le presupone a todo biopic cinematográfico, lo cierto es que “J. Edgar” funciona mucho mejor en esos momentos en los que se acerca de forma más íntima y personal al personaje, antojándose el resto algo más distante y carente de emoción. De hecho, si algo se echa de menos es la falta de intensidad en la narración; esa garra que hace que el relato, además de entretenernos y resultarnos didácticamente interesante, nos deje huella. Eso que en otros tiempos conseguían tipos como Oliver Stone o, para qué engañarnos, el propio Eastwood (tiempos mucho más lejanos en el caso del primero, desde luego).

No se puede negar que el trabajo del director es elocuente y refinado, haciendo que esas poco más de dos horas se nos pasen volando y consiguiendo que apenas le demos importancia a la deficiente labor de maquillaje de la que hace gala el reparto en sus envejecidas caracterizaciones (especialmente hiriente resulta la de un, pese a ello, sobradamente convincente Armie Hammer), pero en el fondo no es una película que entusiasme en exceso, pese a que tampoco se le puedan reprochar demasiadas cosas. De tan correcta que es, acaba resultando demasiado fría. Quizás un personaje tan controvertido pedía una película, precisamente, más controvertida, valga de redundancia.

El guión precisa de una mayor y mejor síntesis, y mientras que en algunos aspectos resulta toda una lección de historia, en otros en cambio sólo pasa de puntillas y deja en el tintero mucho (y bueno) que contar (todo el tema referente a los Kennedy, por ejemplo).

Ahora bien, entre sus mayores virtudes está, como no podía ser de otra forma, Leonardo DiCaprio, que sigue demostrando que es uno de los mejores actores de su generación. Su última interpretación reivindica, una vez más, su calidad actoral y reclama nuevamente esa estatuilla dorada que la obtusa Academia de Hollywood sigue negándole año tras año sin tan siquiera ofrecerle la posibilidad de optar por ella (ni una mísera nominación a los Oscars de 2012).

DiCaprio es, básicamente, la película, ya que el resto de sus compañeros se limita a acompañarle –muy correctamente porque no se les permite más- y dejarle vía libre para que se coma la pantalla. Y eso, en parte, también es un error de guión, pues por muy J. Edgar que se titule la película, debería involucrarse tanto en el personaje radiografiado como en su entorno (el personaje de Watts queda muy desdibujado, y la fidelidad para con su jefe apenas queda bien argumentada).

Por lo demás, una película/lección de historia que se ve gustosamente pero que difícilmente permanezca en el recuerdo. Mucho más lúcida y sugestiva en el retrato humano que hace de un hombre obsesivo y megalómano que en el enfoque político que le atañe.



Lo mejor: Leonrado DiCaprio; el retrato personal del personaje.

Lo peor: el maquillaje; la parte política queda descompensada.


Valoración personal: Correcta

sábado, enero 21, 2012

“Silencio en la nieve” (2011) – Gerardo Herrero

Crítica Silencio en la nieve 2011 Gerardo Herrero
Uno de los conflictos bélicos que más veces se ha abordado en el cine es, sin lugar a dudas, la Segunda Guerra Mundial. Y probablemente los americanos sean los más prolíficos en este campo dada la potente industria cinematográfica que poseen (y lo mucho que les gusta vanagloriarse de su incursión). Sin embargo, no son los únicos, y otros países, tanto del bando de Los Aliados como del bando del Eje, también han realizado, con mayor o menor fortuna, producciones que han reflejado -desde su propio punto de vista- distintos episodios de tan terrible y devastadora guerra.

Durante la II G. M., España mantuvo una (discutible) posición neutral respecto a ambos bandos, con lo cual es lógico que nuestro cine se haya interesado más bien poco en este tema y se haya centrado más en conflictos bélicos que nos atañen directamente, como la Guerra Civil, el más importante de nuestra historia reciente.

No obstante, y como ya insinúo en el párrafo anterior, esa neutralidad de nuestro país frente a la guerra no era tal, por lo que sí hubo participación de soldados españoles. Por aquél entonces, Franco pactó un acuerdo con Hitler por el que le prestaba su ayuda en el momento en el que se iniciara la invasión de Rusia. Cuando esto ocurrió, entró en acción la División Azul, un cuerpo de voluntarios españoles que lucharon codo con codo (aunque no sin discordia) con el bando alemán.
En ese contexto es en el que se sitúa “Silencio en la nieve”, la última película del director y productor Gerardo Herrero.

Frente de Rusia, invierno de 1943. Un batallón de la División Azul se topa con una serie de caballos sumergidos bajo el hielo de un lago congelado. Junto a uno de los caballos, aparece el cadáver de un soldado español. Un corte le atraviesa el cuello de lado a lado, y en el pecho tiene una inscripción grabada a cuchillo: "Mira que te mira Dios". Los mandos encargan la investigación al soldado Arturo Andrade (Juan Diego Botto), un exinspector de la policía que asume la tarea con rigor y profesionalidad, y al que le asignan como ayudante al sargento Espinosa (Carmelo Gómez).

La película, basada en la novela “El tiempo de los emperadores extraños” del escritor madrileño Ignacio del Valle, se ubica en un contexto bélico sin posicionarse políticamente hacia ninguno de los bandos enfrentados. Esto es así porque el pilar de la historia es una trama criminal sin las pretensiones añadidas de ser un relato histórico de dicho acontecimiento ni de la participación de la División Azul en el mismo, un tema por otra parte poco tratado en el cine.


El descubrimiento de un soldado asesinado es el punto de partida de una trama detectivesca que involucra a dos miembros de la División Azul encargados de la investigación. Uno de ellos es Arturo Andrade, un hombre reservado que fue inspector de la policía durante la II República y los primeros meses del franquismo. El otro es el Sargento Espinosa, un tipo pesimista convencido de que la derrota ante el enemigo es inminente. Ninguno de los dos parece demasiado convencido de la lucha contra el Ejército Rojo, pero en estos momento algo más importante ocupa sus quehaceres diarios. Ambos se entregan concienzudamente al caso de asesinato que les han asignado, tratando de recabar información acerca de la víctima y de todos aquellos con quienes mantuvo algún contacto. Sus sospechas iniciales atribuyen el móvil del asesinato a motivos políticos, probablemente un ajuste de cuentas por parte de algún quintacolumnista. Sin embargo, la inscripción que el asesino dejó marcada en el cuerpo, "Mira que te mira Dios”, resulta desconcertante. No será hasta que la citada frase cobra significado cuando se den cuenta que detrás de todo se oculta una perversa venganza y que el cadáver del soldado puede ser el primero de otros tantos si no logran atrapar al asesino a tiempo.

Herrero maneja con bastante solvencia esta historia criminal que, si por algo destaca, es por ubicarse en medio de una guerra sin tregua, mostrándonos de forma colateral la locura de la contienda y los rifirrafes entre soldados españoles y soldados alemanes. También se hace hincapié en las desconfianzas interna entre los propios miembros de la División Azul, formada tanto por falangistas voluntarios y fascistas radicales que no pertenecían a Falange como por republicanos. Todo ellos enrolados “voluntariamente” a luchar contra el comunismo. Además, en el guión también se refleja la caza de brujas entre los masones (tanto de derechas como de izquierdas) que hubo tras la Guerra Civil Española y que, tal como comprobaremos, SPOILER -- resulta ser el desencadenante de los asesinatos -- FIN SPOILER.

La caza al asesino nos mantiene intrigados durante buen parte del metraje gracias a que el desarrollo de la investigación avanza sin prisas pero también sin pausas, facilitando poco a poco esa información que nos irá descubriendo quién se esconde detrás de tan brutal asesinato y el por qué de sus actos.


Puede que alguna situación resulte algo forzada, y no cabe duda que el affaire del protagonista con la muchacha rusa y la relación que éste entabla con un niño huérfano poco aportan a la historia (aunque quizás sí ayudan a definir un poco su personaje), pero en líneas generales es una película que funciona gracias a su intriga y a la sólida construcción de sus personajes. Así como al correcto trabajo de todo su reparto, sin excepciones; desde la pareja protagonista formada por Juan Diego Botto (que, reconozco, nunca ha sido santo de mi devoción) y Carmelo Gómez, hasta el variado elenco de secundarios (el casi siempre poco aprovechado Víctor Clavijo, un desafiante –aunque un pelín estridente- Sergi Calleja, un simpático e inocente “chófer” de correos a cargo de Jordi Aguilar, etc.).

Merece también la pena resaltar el cuidadísimo diseño de producción y el trabajo de fotografía que, en conjunto, logran ambientar creíblemente esta historia ubicada en plena Segunda Guerra Mundial.

“Silencio en la nieve” es un interesante thriller ubicado en un entorno cruel donde la muerte y la miseria son el pan de cada día, y en donde la pareja protagonista intenta poner algo de orden y justicia. No es una película perfecta, pero el resultado es estimable, amén de que resulta una propuesta bastante instructiva –sin caer en el tono documentalista- en lo que al tema de la División Azul se refiere.


Lo mejor: la ambientación; que mantenga el misterio durante buena parte del tiempo.

Lo peor: algunas situaciones un tanto rebuscadas/gratuitas y el impostado romance.


Valoración personal: Correcta

sábado, enero 14, 2012

“La chispa de la vida” (2011) - Álex de la Iglesia

Crítica La chispa de la vida 2011 Álex de la Iglesia
“Balada triste de trompeta” fue una propuesta cinematográfica bastante arriesgada por parte de Alex de la Iglesia, lo que suscitó críticas dispares tanto por parte de la crítica como del público. En su noveno largometraje, el director bilbaíno deja atrás su radical mirada de la Guerra Civil Española para abordar temas candentes de nuestros tiempos (el paro, la televisión basura…).

Y lo hace a través de la historia de Roberto (José Mota), un publicista que años atrás alcanzó el éxito cuando se le ocurrió el famoso eslogan: "Coca-Cola, la chispa de la vida", y que ahora se encuentra en paro y atravesando una difícil situación económica. Desesperado por no encontrar trabajo, Roberto intenta recordar los días felices regresando al hotel donde pasó la luna de miel con su mujer (Salma Hayek). Sin embargo, en lugar de un hotel, lo que éste encuentra es un museo levantado en torno al teatro romano de la ciudad. Mientras pasea por las ruinas sufre un accidente: una aparatosa caída que termina con una barra de hierro clavada en su cabeza y que le deja completamente paralizado. Si intenta moverse puede morir. Así es como en cuestión de minutos, Roberto se convierte en el foco de atención de los medios de comunicación, lo que volverá a cambiar su vida...

Poco dado a dirigir guiones ajenos (“Perdita Durango” sería esa rara excepción a la que se suma esta última) o sin contar con la co-escritura de su habitual colaborador (Jorge Guerricaechevarria), de la Iglesia se ha involucrado esta vez una historia escrita por el guionista Randy Feldman, quién se estrena en esto de la comedia dramática tras encargarse de guiones de películas del género de acción como (la gloriosa) “Tango & Cash” o “El negociador”, una de las pocas cintas rescatables (sin ser tampoco la gran cosa) que hizo Eddie Murphy antes de entrar en el serio declive que aún arrastra.

Nuestro protagonista es uno de esos más de cinco millones de parados que vive en España y que no hay manera que encuentre un trabajo decente con el que poder subsistir. Roberto se recorre día tras días las calles de su ciudad con un puñado de currículos bajo el brazo y viendo como siempre le cierran las puertas en las narices. En un acto de desesperación, decide recurrir a su antiguo jefe, aquél que años atrás se benefició de su brillante eslogan para la conocida marca de refrescos de cola (no voy a citarla de nuevo para no hacerle más publicidad de la cuenta). Desgraciadamente, a este señor se la repamplimfla la situación de Roberto, por lo que el hombre sale de su despacho con otra negativa más sobre sus hombros. Harto de empresarios sin escrúpulos y de que nadie le dé una oportunidad, Roberto inicia un viaje y una experiencia que cambiará su vida… Y es que quién iba a decirle que un accidente que le deja con un hierro clavado en la cabeza le iba a reportar tanta fama.

Publicitario hasta la médula, y sin nada que perder salvo la vida, Roberto toma la seria decisión de sacar partido de su grave situación para ganar algo de dinero y así asegurar el bienestar de su familia. Después de ser humillado y desechado como un vulgar parásito, a Roberto ya no le queda dignidad alguna que mancillar. Por ese motivo hace una llamada para hacerse con un buen representante y conseguir darle la vuelta a la tortilla haciendo de su desgracia todo un espectáculo televisivo. Por supuesto, su mujer no entiende nada de lo que ocurre y mucho menos comparte la idea de aprovechar la vida de su marido para ganar dinero. Pero a su alrededor hay un buen puñado de buitres (periodistas, publicistas, empresarios, cadenas de televisión…) dispuestos a sacar el máximo beneficio de la vida de un hombre que pende de un hilo (o mejor dicho, de un hierro). Roberto no duda en ponerle precio a su alma, por triste o poco ético que eso nos pueda parecer.


Como decía el despreciable personaje que interpretaba Kirk Douglas en “El gran carnaval” (clásico de Billy Wilder con el que el guión de Feldman guarda no pocas similitudes), “Las malas noticias se venden mejor; porque una buena noticia no es una noticia”. Y esto lo sabe muy bien Roberto, que se convierte a voluntad propia en mera carnaza para periodistas y reporteros con hambre de exclusiva. ¿Y por qué el desgraciado accidente de nuestro protagonista interesa y vende tanto? Por el morbo al que sucumbe la sociedad contemporánea. De ese morbo vive la prensa y la televisión más sensacionalistas (es decir, gran parte de la prensa y la televisión de este país).

Feldman y de la Iglesia despliegan una ácida crítica hacia los medios de comunicación y la televisión basura sin sutilezas (que no le hubieran ido mal) y sin andarse por las ramas, no dejando títere con cabeza e incluso en algunos casos optando por la referencia más bien directa que, sin ser explicita, se sobreentiende a la perfección (la cadena interesada en vender la historia de Roberto es una tal “Antena 5”, alusión bastante evidente a una –o incluso más de una- cadena de televisión de nuestro país). Pero la prensa y la televisión no son los únicos que están en el punto de mira de la película (lo que hace que nos acordemos también de la setentera “Network” de Sydney Lumet), y arremete también contra los empresarios egoístas (y sus vagos secuaces), los políticos sin decencia alguna y, en general, contra la morbosa y deshumanizada sociedad que hemos construido y en la que vivimos diariamente.

El mensaje que lanza la película no es nuevo, pero es contundente. Sin embargo, hay un problema, o al menos conmigo lo hubo. Todo transcurre en un ambiente demasiado recargado y exagerado, con unos personajes estereotipados y excesivamente caricaturescos. Un contexto en donde los buenos son muy buenos, los malos muy malos, y en donde todo es un cúmulo de clichés embutidos con vaselina que terminan ahogando la feroz y poderosa crítica que la historia trae consigo.

Todos sabemos que para estar al frente de una cadena de televisión que se nutre de la miseria humana para vender morbo y enriquecerse con ello (audiencia mediante) hay que tener muy poca conciencia y menos aún decencia. Pero no hay necesidad de caricaturizar o vulgarizar una figura que ya de por sí resulta bastante execrable para convertirlo en personaje que parece salido de alguna (mala) película de mafiosos. Ver en cada plano en que aparece al presidente de Antena 5 a un Juango Puigcorbé en batín y rodeado de prostitutas de lujo en lencería en su lujoso apartamento creo, sinceramente, que es rizar un poco el rizo. Los hijos del protagonista, el hijo gótico siniestro (así se presenta él mismo) y la hija universitaria empollona, otro estereotipo al canto que en la historia no tiene una base que los justifique.


Esto son ejemplos de esos varios que ofrece “La chispa de la vida” y que resultan excesivamente esperpénticos y risibles (sumemos a los periodistas matándose casi literalmente por entrar en el museo a cubrir la noticia, a la vecina ofreciéndole comida al accidentado, al guarda de seguridad panoli sacando fotos con el móvil, la absurda forma en que se desenvuelve el accidente de Roberto, etc.).

La película se muestra descompensada a la hora de mezclar comedia y drama. La comedia se acerca más a la parodia más grotesca que a la sátira, y el drama es bastante intenso y casi lacrimógeno, con lo que en conjunto la cosa no termina de cuajar, o al menos a mi no me convenció. Lo que hubiese podido convertirse en un drama con pinceladas de humor negro (o una sátira pura y dura), pasa a ser dos películas intentando ser una sola. El guión no consigue aunar los dos enfoques sin que chirríen (y los chistes fáciles o pasados de rosca no ayudan en nada).

En cuestión de drama, no obstante, es precisamente donde el guionista, el director y sobre todo los actores protagonistas se lucen de maravilla.

Merecidísima tanto la nominación a los Goya de José Mota a Mejor Actor Revelación (aunque en su profesión de cómico televisivo lleve años interpretando delante de una cámara) como la de Salma Hayek a Mejor Actriz. Me atrevo a asegurar que nunca hemos visto a la mexicana al nivel de interpretación que ofrece aquí. En parte porque su carrera en Hollywood se ha nutrido hasta la extenuación de su condición de “cañón latino” (cliché que ha repetido con mejor y peor fortuna), en parte porque su personaje está magníficamente construido (el suyo y el de José Mota, junto al de Banca Portillo, son los pocos personajes realmente creíbles –sin hipérbole de por medio- dentro del circo mediático que se monta a su alrededor) y en parte porque de la Iglesia entiende de dirección de actores.

Las partes dramáticas son las que mejor funcionan, y eso se nota sobre todo al final (duro pero a la vez esperanzador; en resumen: un gran final), que casi me hace creer que he visto una película mejor de lo que realmente es. Porque “La chispa de la vida” es irregular, con momentos brillantes y otros que simplemente no funcionan y desajustan la función. Con (sobre todo) dos actores que brillan con luz propia y otros que por exigencias de guión o por carencias interpretativas no convencen (aunque podemos estar agradecidos de que de la Iglesia no le haya dado el papel principal a la mediocre Carolina Bang y que lo del amiguete Vigalondo sea sólo un fugaz cameo, sino ya hubiera sido la hecatombe del “enchufismo”).

Uno de esos casos en los que el barroquismo del director anulan automáticamente las posibilidades de una buena historia. Es el precio que hay que pagar cuando se tiene un estilo propio. A veces se da en el clavo y a veces no (o a veces, simplemente, se sacrifica el estilo y se rueda algo tan impersonal y rutinario como “Los crímenes de Oxford”).


Lo mejor: las partes dramáticas; José Mota y Salma Hayek.


Lo peor: que la caricaturización y exageración de los personajes y las situaciones tumben la película.



Valoración personal: Regular

domingo, enero 08, 2012

“Una boda de muerte” (2011) – Stephan Elliot

“Una boda de muerte” (2011) – Stephan Elliot
Una de las comedias más destacables que se estrenaron allá por el 2007 fue “Death at a Funeral”, bautizada en España como “Un funeral de muerte” por obra y gracia de nuestros “retituladores del averno”, como cariñosamente les llama un servidor. La susodicha, una coproducción entre EE.UU y Reino Unido, se centraba en el desastroso funeral del patriarca de una familia no demasiado bien avenida. La (simpática) película en cuestión tuvo bastante éxito, lo que ha llevado a su guionista, Dean Craig, a repetir la fórmula dos veces más: primero realizándose en 2010 un remake genuinamente yanqui (esto es, sustituyendo el humor negro a la inglesa por el humor vulgar a la americana) y ahora plasmándose una similar concepto en “A Few Best Men”, en donde se cambia el funeral por una boda y al realizador de filmes como “La pequeña tienda de los horrores” o “In &Out” (Frank Oz) por el de “Las aventuras de Priscilla, reina del desierto” (Stephan Elliott). Y como los productores y el guionista de esta nueva cinta son los mismos, aquí han decidido adecuar el título repitiendo la coletilla y quedándose así en “Una boda de muerte” (y tan panchos, oye)

David (Xavier Samuel) está a punto de casarse con Mia (Laura Brent), una joven muchacha australiana a la que conoció –y de la que se enamoró perdidamente- durante unas vacaciones. La ceremonia tendrá lugar en casa de Mia, por lo que David se traslada hasta Australia junto a sus tres mejores amigos: Luke, que será el padrino y que acaba de perder a su novia; Tom, un pasota total, y Graham, un hipocondríaco acomplejado.

Cuando llegan a su destino, David conoce por fin a sus suegros. El padre es un rico senador australiano y la madre una ama de casa servicial. En un principio, los padres de Mia reciben a David y a sus amigos con los brazos abiertos, pero en la despedida de soltero las cosas se desmadran y la boda no resulta ser lo que debiera.

Las bodas han sido y serán siempre un tema recurrente en el cine, sobre todo en lo que a comedia romántica se refiere. El año pasado, sin ir más lejos, tuvimos en cartelera “La boda de mi mejor amiga”, que fue todo un éxito de crítica y público (aunque a mí me pareció deleznable, dicho sea de paso).

Mientras que aquella se centraba en la preparación de la boda y sobre todo en la despedida de soltera de la futura esposa, en “Una boda de muerte” es la celebración de la propia boda el foco de atención de la trama; una boda que se convierte en un auténtico desmadre después de que la noche anterior a la misma al novio y a sus amigos se les vaya de la mano la despedida de soltero.

Pero la semilla del desastre se germina unas horas antes, cuando Tom decide comprarle algo de droga a un traficante local. A partir de ahí y de la borrachera de la noche previa a la boda, todo empezará a torcerse. Una celebración planificada a lo grande, con todo lujo de detalles y con unos invitados selectos se convertirá en un caos por culpa de tres tíos, los amigos del novio, un poco pasados de vueltas.



Luke está deprimido o, mejor dicho, totalmente hundido porque su novia le ha dejado y ahora está con otro tío, así que se pasa toda la boda dándole a la botella y llamando desconsoladamente a su ex para hundirse aún más en su propia miseria. Con un padrino así, la cosa no puede funcionar bien. Pero todo se complica si a ello sumamos a Tom (Kris Marshall) y su absoluta despreocupación por la boda. Tom no termina de convencerle que su mejor amigo se case con una chica a la que apenas conoce, por lo que de manera consciente e inconsciente (según la ocasión) sabotea la ceremonia con sus desastrosas ocurrencias.

En cuanto a Graham (Kevin Bishop), sus propias extravagancias ya son suficiente motivo de queja, pero si a eso añadimos el factor “droga”, la cosa puede ponerse mucho peor. Y de hecho, se pone mal, muy mal.

La boda se convierte en una continua sucesión de calamidades que avergüenzan constantemente a un impotente David. Con semejante percal no es de extrañar que las reticencias de su yerno vayan en aumento y que a Mia se le vaya agotando la paciencia por momentos. Y a todo esto… ¿qué hay de la madre de susodicha? Pues SPOILER-- desatada totalmente y divirtiéndose de lo lindo a base alcohol y coca --FIN SPOILER.

El caos que el guionista desata busca desesperadamente el humor gamberro y no se puede negar que en ocasiones logra crear situaciones bastante divertidas. Algunos gags son mejores que otros (el momento en el que el ornamento floral arrasa con los invitados no tiene desperdicio); los hay que son más predecibles (el momento del vídeo humillante se veía venir desde el principio) y, definitivamente, hay momentos que resultan de muy mal gusto por culpa de la –por desgracia- imprescindible escatología. Claro que esto último parece entusiasmar al público, habida cuenta del tipo de comedias que suelen arrasar en taquilla (la propia “La boda de mi mejor amiga” contenía uno de los gags escatológicos más infames del pasado año, y productos como “Fuga de cerebros” encuentran fácilmente quién le ría las gracias), así que no creo que estas situaciones disgusten tanto al espectador común como me disgustan a mí (será que con la edad me he vuelto más “exquisito”)


Y es que aunque estemos hablando de una coproducción entre Australia y Reino Unido, aquí poco se percibe del humor tan típicamente inglés. La sutileza brilla por su ausencia y aunque surjan de vez en cuando diálogos más o menos inspirados (las pullas a las costumbres australianas y a su pasado bélico), en general se trata de un humor más propio de las comedias americanas y muy en consonancia con producciones como “Resacón en Las Vegas”.

Por tanto, “Una boda de muerte” es una opción que bien vale para echarse unas risas con los colegas mientras se disfruta de la desgracia ajena y de las locuras que van sucediéndose a lo largo de poco más de hora y media (que es básicamente lo que debería durar toda comedia que se precie, sea mejor o peor que ésta). Quizás lo mejor de todo sea el reparto formado por ingleses y australianos, y de entre los que destacaría Kris Marshall, que repite jugada tras “Un funeral de muerte”, y Kevin Bishop, actor de trayectoria mayormente televisiva. Además, cabe hacer una mención especial a una casi irreconocible Olivia Newton-John (la cirugía plástica, un terrible enemigo de Hollywood…) en uno de esos papeles que por norma general suelen quedarse en una breve aparición estelar y que aquí, sin embargo, se le saca bastante jugo dejando que la actriz explote se vena más desenfadada. Quizás sólo por eso ya merezca la pena echarle un vistazo a la película.


Lo mejor: que te echas algunas risas.


Lo peor: que toda comedia sucumba siempre al gag escatológico.



Valoración personal: Correcta