viernes, enero 27, 2012

“J. Edgar” (2011) - Clint Eastwood

Crítica J. Edgar 2011 Clint Eastwood
Si en 2006 era un ambicioso Robert De Niro el que se ponía por segunda vez detrás de las cámaras para rodar un pseudobiopic sobre uno de los principales fundadores de la CIA, la agencia gubernamental de espionaje más famosa del mundo, esta vez es el maestro Eastwood quién se adentra en los pasillos y despachos del FBI para relatarnos la historia de uno de sus directores generales más longevos y controvertidos, John Edgar Hoover.

En 1924, y con sólo 29 años, John Edgar Hoover (Leonardo DiCaprio) fue nombrado director general del FBI para que reorganizara la institución, considerada por muchos un foco de corrupción. Hoover ocupó el cargo hasta su muerte en 1972, sobreviviendo a siete presidentes, alguno de los cuales intentó inútilmente destituirlo. Los archivos que Hoover guardaba celosamente, llenos de secretos inconfesables de importantes personalidades, lo convirtieron en uno de los hombres más poderosos y temidos de la historia de los Estados Unidos.

Delante y detrás de este enésimo drama biográfico nos encontramos a tres profesionales a quienes el campo del biopic no les es desconocido. Para empezar, el guión corre a cargo de Dustin Lance Black, quién en 2008 hizo méritos para alzarse con el Oscar al Mejor Guión Original por “Mi nombre es Harvey Milk”. DiCaprio, por su parte, se metió en la piel de Howard Hugues en “El Aviador” bajo las órdenes de Martin Scorsese, y casi una década atrás ya demostró su valía en “Diario de un rebelde”, basada en una novela autobiográfica. Y para terminar, tenemos a Eastwood, que después de “Bird”, “Invictus” y la pseudobiografica “Cazador blanco, cazador negro” (todos sabemos que el personaje protagonista aludía a John Huston) tiene sobrada experiencia a la hora de retratar personajes e historias reales.

Con semejante trío, y trabajando juntos por primera vez dos ases como Eastwood y DiCaprio, uno espera lo mejor de una película de estas características, sobre todo teniendo en cuenta que el personaje de Hoover es un caramelo para cualquier cineasta -con talento- que se precie. El resultado, sin embargo, está lejos de ser brillante, y probablemente no sea lo mejor ni de su director ni de su actor protagonista. Pero tampoco es un trabajo desdeñable habida cuenta de sus apreciables virtudes.

Mediante continuos saltos en el tiempo, Eastwood nos va relatando los avatares de Hoover desde que encabeza la dirección de la agencia hasta el día de su muerte. El propio Hoover se encarga de contarnos –con sus respectivos adornos- la historia de su vida mientras dicta su autobiografía al mecanógrafo de turno. Sus recuerdos, y la forma en que los cuenta, se transforman en esos flashbacks que nos acercan a los años de su juventud, unos tiempos convulsos en donde los delincuentes campan a sus anchas.

Guionista y director prefieren quedar al margen de juicios extremistas y exponen los logros y las miserias del protagonista para que seamos nosotros mismos quienes le juzguemos o, en última instancia, seamos conscientes, con una visión más amplia y a la vez intimista, de lo mejor y peor de dicho individuo. Quizás eso sea más beneficioso para la película y para el propio espectador que el ofrecer una visión demasiada benévola de su figura (como ocurre en muchos biopics) o, por el contrario, crucificar sus actos de forma contundente sin llegar a comprender los motivos (justificados o no) que hubo detrás de los mismos. Claro que esa neutralidad también puede ser vista como una falta de valentía por parte de sus responsables, que han preferido no mojarse demasiado a la hora de retratar la vida personal y política de tan polémico personaje.

Hoover reformó, revolucionó y, en definitiva, mejoró una agencia gubernamental que, junto al resto de cuerpos policiales, resultaba francamente ineficaz ante el crimen imperante de la época. Con su nombramiento como director general, Hoover acabó con la corrupción interna a base de despedir agentes y reclutar a otros que asumieran el cargo con profesionalidad, responsabilidad y sobre todo lealtad. Por supuesto, toda elección quedaba sujeta a su restrictivo y subjetivo criterio, con lo que podía llegar a prescindir de agentes capacitados por mero despecho o ningunear a aquellos que supusieran una amenaza a la continuidad de su cargo.


También se rodeó de profesionales de distintas ramas (desde científicos a carpinteros, pasando por contables y asesores legales) para mejorar la eficiencia de la agencia y de sus agentes, potenciando la criminología a base de aplicar métodos científicos/técnicas forenses. De este modo, ninguna escena del crimen se limpiaba antes de que fuera concienzudamente estudiada y analizada para poder dar con pruebas incriminatorias que les pusieran sobre la pista de sus autores y, posteriormente, les permitieran juzgarles ante la ley.

Las distintas medidas impuestas por Hoover resultaron especialmente eficaces en su lucha contra el crimen organizado, y su posición y la de su agencia quedaron fuertemente reforzadas ante el caso de secuestro del hijo de Charles Lindbergh, un famoso aviador cuyas hazañas le habían convertido en una especie de héroe nacional. El suceso fue todo un escándalo que indignó a la sociedad, y el propio Hoover supervisó la investigación que finalmente dio con un culpable (aunque tiempo después se haya puesto en duda dicha culpabilidad).

Pero con tal de proteger a su país, y también de protegerse a su mismo, Hoover no dudaba en hacer lo que hiciese falta, fuese legal o no. Demostró ser un feroz anticomunista y antisemita, además de un racista, y veía enemigos en todos partes. Se regocijó en sus logros y se apropió de los méritos ajenos, ansiando una admiración que jamás le fue concebida. También utilizó a sus propios agentes para espiar a personalidades y políticos de la nación de modo que le facilitaran información privilegiada que le permitiera ejerce su poder sobre ellos, convirtiéndose así en una figura poderosa, intocable e imposible de derrocar. Sólo la Muerte pudo acabar con su férreo mandato.

Eastwood narra meticulosamente la carrera profesional de Hoover con un tono ciertamente documentalista, pero no se queda solamente ahí, sino que también ahonda en su vida privada, haciendo especial hincapié en dos aspectos fundamentales de la misma y estrechamente relacionados entre sí: su sexualidad y su dependencia materna.

Al joven John Hoover apenas se le conocían amistades y mucho menos relaciones con mujeres. Tenía un reducido círculo de confianza que, en ocasiones, se limitaba a su leal secretaria, Helen Gandy (Naomi Watts), y a su colega el agente Clyde Tolson (Armie Hammer). Con este último, se rumoreaba, mantenía una relación especial; una relación que emocionalmente iba mucho más allá de la simple amistad entre dos hombres, algo que aquí Eastwood sugiere sutilmente durante sus primeros encuentros y luego de forma mucho más clara y directa conforme avanza el metraje. En todo momento, eso sí, con la elegancia que caracteriza al director. En ese sentido, no crea que nadie pueda decir que él o el guionista se hayan mordido la lengua o hayan decidido omitir ese aspecto de la vida del protagonista. Ni mucho menos es el centro de atención de la historia pero si una parte imprescindible, por lo que debía incluirse sí o sí en la película, independientemente de la veracidad que se le presuponga (están los que lo consideran un rumor infundado y los que lo corroboran)


En lo que respecta a su dependencia materna, Hoover necesitaba constantemente del afecto y aprobación de su madre (encarnada por Judi Dench), y la enorme influencia que ésta ejercía sobre él es lo que en cierto modo le haría renunciar a su homosexualidad, convirtiéndose en un hombre soltero y reprimido de por vida. Una decisión tomada tanto por el bien de la familia como por el de su imagen pública.

Aún prescindiendo de bastantes de las licencias dramáticas que se le presupone a todo biopic cinematográfico, lo cierto es que “J. Edgar” funciona mucho mejor en esos momentos en los que se acerca de forma más íntima y personal al personaje, antojándose el resto algo más distante y carente de emoción. De hecho, si algo se echa de menos es la falta de intensidad en la narración; esa garra que hace que el relato, además de entretenernos y resultarnos didácticamente interesante, nos deje huella. Eso que en otros tiempos conseguían tipos como Oliver Stone o, para qué engañarnos, el propio Eastwood (tiempos mucho más lejanos en el caso del primero, desde luego).

No se puede negar que el trabajo del director es elocuente y refinado, haciendo que esas poco más de dos horas se nos pasen volando y consiguiendo que apenas le demos importancia a la deficiente labor de maquillaje de la que hace gala el reparto en sus envejecidas caracterizaciones (especialmente hiriente resulta la de un, pese a ello, sobradamente convincente Armie Hammer), pero en el fondo no es una película que entusiasme en exceso, pese a que tampoco se le puedan reprochar demasiadas cosas. De tan correcta que es, acaba resultando demasiado fría. Quizás un personaje tan controvertido pedía una película, precisamente, más controvertida, valga de redundancia.

El guión precisa de una mayor y mejor síntesis, y mientras que en algunos aspectos resulta toda una lección de historia, en otros en cambio sólo pasa de puntillas y deja en el tintero mucho (y bueno) que contar (todo el tema referente a los Kennedy, por ejemplo).

Ahora bien, entre sus mayores virtudes está, como no podía ser de otra forma, Leonardo DiCaprio, que sigue demostrando que es uno de los mejores actores de su generación. Su última interpretación reivindica, una vez más, su calidad actoral y reclama nuevamente esa estatuilla dorada que la obtusa Academia de Hollywood sigue negándole año tras año sin tan siquiera ofrecerle la posibilidad de optar por ella (ni una mísera nominación a los Oscars de 2012).

DiCaprio es, básicamente, la película, ya que el resto de sus compañeros se limita a acompañarle –muy correctamente porque no se les permite más- y dejarle vía libre para que se coma la pantalla. Y eso, en parte, también es un error de guión, pues por muy J. Edgar que se titule la película, debería involucrarse tanto en el personaje radiografiado como en su entorno (el personaje de Watts queda muy desdibujado, y la fidelidad para con su jefe apenas queda bien argumentada).

Por lo demás, una película/lección de historia que se ve gustosamente pero que difícilmente permanezca en el recuerdo. Mucho más lúcida y sugestiva en el retrato humano que hace de un hombre obsesivo y megalómano que en el enfoque político que le atañe.



Lo mejor: Leonrado DiCaprio; el retrato personal del personaje.

Lo peor: el maquillaje; la parte política queda descompensada.


Valoración personal: Correcta

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