sábado, octubre 27, 2012

“Argo” (2012) - Ben Affleck

Crítica Argo 2012 Ben Affleck

Poquito a poco, Ben Affleck está consiguiendo hacerse un hueco muy respetable como cineasta. Primero sorprendió a propios y extraños con su notable debut, “Adiós, pequeña, adiós”, y con “The Town”, pese a que en lo personal no me resultó tan gratificante, reafirmó que su pericia en su primer contacto tras las cámaras no fue un caso aislado (o la suerte del principiante, que se suele decir). 

Todo el beneplácito de público y crítica que Affleck se está ganando a pulso como director es el que le ha faltado –no sin razón- como actor. Puede que haya tardado demasiado tiempo en dar con su verdadera vocación (empezó a actuar con 12 años y a dirigir con 35), pero hay otros que no lo logran nunca. O quizás se trate simplemente de haber encontrado, por fin, el lugar que le corresponde en la industria, habida cuenta de las aptitudes demostradas. Y ya no hablamos sólo de su labor como director sino también de su faceta como guionista.

En cualquier caso, su último trabajo llega a nuestras carteleras precedido, nuevamente, de excelentes críticas. Y si esto termina por devenir en una costumbre, como parece ser que así será, poco habrá que reprocharle más que el reservarse los papeles protagónicos de sus propios largometrajes. Y es que con una historia tan suculenta entre manos, no había quién se resistiese.

4 de noviembre de 1979. La revolución iraní alcanza su momento de mayor tensión cuando unos militantes irrumpen en la embajada norteamericana en Teherán tomando a 52 norteamericanos como rehenes. Pero en medio del caos, seis de ellos consiguen escabullirse y encuentran refugio en la residencia del embajador canadiense, Ken Taylor. Conscientes de que es sólo cuestión de tiempo que los encuentren y posiblemente los asesinen, los gobiernos de Canadá y Estados Unidos piden la intervención de la CIA, que recurre a su mejor especialista en rescates, Tony Mendez, para que idee un plan que les permita sacarlos del país sanos y salvos.

Affleck aborda aquí un guión de Chris Terrio basado en el artículo de la revista Wired “The Great Escape” (“La gran evasión”), escrito por Joshuah Bearman, y en un capítulo de “El maestro del disfraz: mi vida secreta en la CIA”, del propio Antonio J. Mendez, protagonista de la historia que nos ocupa.

Para comprender el contexto en el que se relata la trama de “Argo” conviene hacer un repaso histórico de los hechos transcurridos varias décadas atrás. Y de eso es de lo que se encarga Affleck en los primeros minutos de la película. 

Mediante un breve prólogo nos resume, a grandes rasgos, cómo los estadounidenses (y también los británicos, que no se nos olvide) lograron expulsar del poder al primer ministro Mohammad Mosaddeq (que pretendía nacionalizar los recursos petrolíferos del país, cosa que no agradaba lo más mínimo a países dependientes como EE.UU.) y cómo ayudaron a Mohammad Reza Pahlavi a convertirse en emperador (o sha) de Irán, iniciándose así una serie de reformas que transformarían -valga la redundancia- el país al gusto de sus nuevos “amigos” políticos.

Al tiempo que el sha se enriquecía a base de bien, gran parte del pueblo se empobrecía, originando con ello un descontento masivo que, por supuesto, el gobierno trató de frenar con mano férrea.

A finales de los 70, la situación se hizo insostenible, con crecientes manifestaciones y continuas represalias por parte del poder policial del sha, quién a principios de 1979 acabaría huyendo exiliado en vistas de la inminente revolución que se le venía encima.

La sublevación del pueblo hizo crecer las protestas hasta llegar a la capital, Teherán, en donde se encontraba la Embajada de Estados Unidos. Justo ahí comienza la historia que se nos cuenta en “Argo”.


El secuestro de los trabajadores de la Embajada causa enorme conmoción en el mundo entero. El mayor problema, sin embargo, no reside en éstos rehenes, a los que se podría conseguir liberar de forma diplomática (y no sin dificultades), sino en los seis que han conseguido escapar y que corren el peligro de ser ejecutados en el momento en el que los revolucionarios iraníes den con su paradero (a ellos y a los samaritanos canadienses que arriesgan sus vidas dándoles cobijo).

Todas las estrategias que la inteligencia americana propone tienen pocas posibilidades de llegar a buen puerto, hasta que el experto en “exfiltraciones” Tony Mendez pone su disparatado plan sobre la mesa: aterrizar en Irán haciéndose pasar por productor de cine y lograr que los seis finjan ser un equipo de rodaje canadiense en busca de localizaciones para una exótica película de ciencia-ficción (una space opera al estilo Flash Gordon), para después marcharse del país en avión, como si tal cosa. 

Suena de locos, pero no hay un plan mejor. De hecho, éste es el plan “menos malo” que tienen entre manos. Así que le dan el visto bueno, y arreando que es gerundio.

Toda la parte en la que Mendez debe hacer creíble el interés de un estudio de Hollywod (Studio Six Productions) en busca de localizaciones en Irán para rodar allí una película de ciencien-ficción es, simple y llanamente, sublime. Y Terrio nos regala, de paso, una ácida crítica al mundillo hollywoodiense de la mano de dos personajes descacharrantes: John Chambers, un famoso artista de maquillaje y amigo de Mendez; y Lester Siegel, un deslenguado director en horas bajas. Ambos encarnados pero dos estupendos actores como son John Goodman y Alan Arkin.

Estas gratificantes notas de humorAr-goderse!) son un contrapunto perfecto a una historia, en realidad, bastante seria. Pero es que el plan –verídico- de Mendez resulta tan descabellado, que la película debe contagiarse irremediablemente de esa excentricidad latente. De hecho, es una de las claves por las que “Argo” se convierte en una propuesta excitante y perfectamente calibrada.

El tramo final correspondiente a la “gran escapada” resulta sorprendentemente intenso a sabiendas de conocerse de antemano el desenlace. Para ello, Affleck no renuncia a algunos de los típicos “truquitos” cinematográficos por excelencia (vehículos que no arrancan a la primera, por ejemplo) que permiten aumentar el nivel de tensión y suspense de esos minutos destinados a dejarnos sin uñas.


El punto flaco de la película, no obstante, reside en el propio Tony Mendez. Y no voy a hacer sangre al respecto, ya que pese a que nunca ha sido santo de mi devoción, debo reconocer que en los últimos tiempos Affleck ha mejorado considerablemente como actor (véase “Hollywoodland” o “The Company Men”). Sin embargo, aquí sus discretas aptitudes interpretativas van en consonancia al discreto calado dramático del protagonista, al que ya se le destina el mimo justo desde el guión (medianamente generoso en los últimos minutos de metraje). Claro que otro actor bien podría haber ofrecido más empaque y conseguir sacarle algo de punta a su personaje, aún a pesar de que la historia en sí parezca estar muy por encima de individualismos. 

La planificación y ejecución del plan orquestado por Mendez es el plato principal de un thriller ágil, inteligente y apto para todos los públicos. Y que pese a su contexto político, evita posicionarse sobre el conflicto exponiendo los hechos históricos de forma veraz, concisa y objetiva, permitiendo así que el espectador reflexione y juzgue por sí mismo. 

Es cierto que los americanos son los héroes de esta historia con final feliz (héroes en la sombra durante muchos años hasta que se archivó el caso), y así debe reflejarse en esta recreación (sin olvidar el apoyo canadiense, de incalculable valor), pero ni mucho menos son los buenos de la película, por así decirlo. Recordemos por qué se originó el malestar en la comunidad iraní, quién estuvo detrás del sha apoyándolo primero y protegiéndolo luego. Claro que eso tampoco justifica secuestro o asesinato alguno por parte de la milicia, por lo que aquí tampoco es cuestión de discernir entre “buenos” y “malos”.

Dejando eso a un lado, Affleck se confirma como un director hábil en el manejo de la cámara (a destacar cómo filma a lo Greengrass en medio del alboroto inicial a las puertas de la embajada para captar el bullicio imperante, para luego enderezar la cámara a medida que el plano se eleva por encima de la muchedumbre) y con una gran capacidad narrativa y escenográfica que aquí se tornan fielmente documentalistas en muchas ocasiones (las comparaciones fotográficas durante los créditos finales dan buena cuenta de ello). 

El sobresaliente resultado final convierte a “Argo” en uno de los títulos del año con serias posibilidades a rascar nominaciones en los Oscars (las estatuillas ya son otro cantar, que con la Academia nunca se sabe y los ninguneos son marca de la casa). Aunque esto último sería un reconocimiento adicional a su ya excelente acogida por parte del público y de la prensa especializada. Y eso, al fin y al cabo, es lo que de verdad importa.


Lo mejor: el humor y la tensión de varios segmentos.

Lo peor: el escaso retrato que ofrece de Tony Méndez.


Valoración personal: Buena.

domingo, octubre 07, 2012

“El fraude (Arbitrage)” (2012) - Nicholas Jarecki

Crítica El fraude  Arbitrage Nicholas Jarecki

Los años no pasan en balde, y Richard Gere lo sabe. El que fue uno de los grandes sex symbols de los 80 y 90, hoy día cuenta ya con 63 tacos a sus espaldas, por lo que no es plan de seguir mostrando sus encantos masculinos (sonrisa Profident mediante) en comedias románticas de medio pelo.  Y no es que haya abandonado el género por completo, pues todavía se presta a seguir siendo la opción cinéfilo-romántica de las maduritas de turno que han crecido estampando sus fotos en la agenda del colegio, pero sí es evidente que estas producciones han dejado de ser la nota predominante de su filmografía más reciente.

No se puede negar que a lo largo de su carrera  ha procurado desligarse del encasillamiento con algún que otro proyecto eventual, pero casi siempre ha reincidido en el género que mayor fama le ha otorgado, con lo que no siempre ha resultado fácil que la crítica (ni tampoco gran parte del público) se lo tomara en serio como actor. Ahora, no obstante, sus apuestas son más variadas, dentro de lo que la industria de Hollywood le permite a un hombre de su edad (que según el aprecio o el rechazo que te tengan y lo bueno o malo que sea tu agente, puede ser mucho o poco).

Algunos de sus últimos trabajos le han reportado numerosos halagos e incluso algún que otro galardón de prestigio (el Globo de Oro a Mejor Actor en Comedia-Musical por “Chicago”), con lo que parece que Gere desea dejar un legado con algo más de enjundia del que se le preveía en sus inicios.

 “El fraude” sigue en esa línea de proyectos suficientemente interesantes como para prestarles la debida atención.

Robert Miller (Richard Gere) es un magnate que en la víspera de su 60 cumpleaños parece el perfecto retrato del éxito americano en su vida profesional y familiar. Sin embargo, tras esa fachada de feliz comodidad, se esconde la cruda realidad: Miller está con el agua al cuello, desesperado por completar la venta de su imperio a un gran banco antes de que quede expuesto un fraude que ha cometido. Además, mantiene un romance con una marchante de arte francesa (Laetitia Casta) a espaldas de su mujer (Susan Sarandon) y su hija (Brit Marling). Justo cuando se dispone a deshacerse de su problemático imperio, un sangriento e inesperado error le pondrá entre las cuerdas.

Con la crisis económica como telón de fondo (el personaje de Miller bien podría ser el vivo ejemplo del tipo de personas que han pisoteado la economía capitalista de medio mundo), el debutante en estas lides Nicholas Jarecki nos sumerge en un tenso thriller en el que el protagonista se encuentra entre la espada y la pared por culpa de, por un lado, su mala gestión en los negocios; y por el otro, de un desafortunado accidente. Dos hechos que entran en conflicto en el peor momento de su vida.

La mala inversión de Miller en una compañía que, en principio, debía reportarle una fortuna, le acaba haciendo perder un buen montón de dinero, por lo que decide recurrir a un prestamista para tapar el agujero de sus cuentas. Obviamente, con semejantes pérdidas en su haber, el negocio no puede seguir adelante, por lo que necesita deshacerse inmediatamente de él y así encasquetarle el problema  a otro.


En apariencia, Miller es el perfecto hombre de negocios, y el suyo va viento en popa a ojos de de los demás. Ni su propia hija, jefa del Departamento de Inversiones, sospecha nada del asunto. Pero la realidad es bien distinta. Por eso Miller se encuentra en conversaciones con un banco para que le compre el negocio, y por eso es tan importante cerrar el trato antes de que se huelan la estafa.

Por si esto no le tuviera suficientemente angustiado, surge un nuevo problema derivado de su affair extramatrimonial. Y es algo tan peliagudo que pone a la policía tras su pista, y más concretamente al detective Michael Bryer, un sabueso duro de roer al que no se le escapa ni una y que está dispuesto a hacer lo que sea (acosar y presionar a su único testigo o, si es preciso, cruzar él mismo la línea de la legalidad) para meter a Miller entre rejas. Y es que Bryer, un tipo de clase media, está harto que los tipos como Miller, pertenecientes a la alta sociedad, campen a sus anchas por el mundo sin responder por sus pecados; tipos que gracias a su dinero, su poder y/o sus influencias evaden las consecuencias  de sus actos o consiguen que otros paguen el pato por ellos.  Pero esta vez el detective no está dispuesto a dejar que su sospechoso se libre tan fácilmente.

Por tanto, tenemos a nuestro protagonista en una encrucijada con dos flancos abiertos que le están asfixiando. El destape de uno de sus secretos le podría poner en el punto de mira del otro y, por consiguiente, perderlo todo de una tacada. Está en juego su futuro y el de su familia; su negocio, su estatus social y también su matrimonio.

La película podría haber funcionado perfectamente como thriller financiero a secas, sin añadir un componente criminal a la trama. Sin embargo, Jarecki, que también se encarga del guión, decide jugar a dos bandas, abriendo ambos frentes de presión hacia el protagonista. Consigue que ambos funcionen sin estorbarse y, lo que es mejor, complementándose a la perfección, logrando un audaz equilibrio entre las partes en conflicto.


Ahí entra también la actuación de Richard Gere, capaz, sin titubeos, de llevar a cuestas prácticamente todo el peso de la historia. Ya no se trata de seducir a bellas mujeres (que también), sino de seducir a las gentes del mundo de las altas finanzas. Y Gere les convence a ellos y nos convence a nosotros.

Miller es el mayor fraude de la película; es un fraude como empresario y un fraude como marido. No nos compadecemos de él, e incluso deseamos que pague con la cárcel por lo que ha hecho.
El espectador no siente, por tanto, ninguna simpatía hacia el protagonista, y no siempre es fácil de manejar a un protagonista así de cara a mantener el interés del respetado. Pero el director lo consigue y nos mantiene en vilo hasta su verosímil final; el cual, dicho sea de paso, es el que cabría de esperar de este tipo de situaciones. 

Conviene apuntarse el nombre de Nicholas Jarecki después de su debut con este (muy) solvente thriller.


Lo mejor: su ritmo; Richard Gere.

Lo peor: algunos personajes cliché.


Valoración personal: Correcta

viernes, septiembre 28, 2012

“Si de verdad quieres…” (2012) – David Frankel

Crítica Si de verdad quieres… 2012 David Frankel 
El cine y sobre todo Hollywood se ha inflado de películas románticas de chico conoce a chica. Películas en las que dos perfectos extraños se conocen, se gustan y, finalmente, se declaran amor eterno. Antaño, prácticamente todas estas películas terminaban en boda, aunque hoy en día el asunto se maneja de forma más liberal. En cualquier caso, nos hemos hartado de historias de amor para parar un tren, y las ha habido de todo tipo: bonitas, tristes, divertidas, melancólicas, alocadas, tiernas…

¿Pero qué ocurre con todas esas parejas con el paso del tiempo? ¿Mantienen la llama del amor encendida? ¿Vive la pasión como el primer día? Puede que sí o puede que no…

Hope Springs (aka Si de verdad quieres…) nos acerca al matrimonio formado por Kay (Meryl Streep) y su marido Arnold (Tommy Lee Jones), quienes llevan más de treinta años de casados. Con el paso del tiempo, lo que había sido un matrimonio en armonía y perfecta estabilidad se ha convertido en monotonía y tedio para Kay, que echa en falta la chispa de la primera época, el deseo, la pasión, la lujuria…
 
Así que un buen día Kay decide apuntarse a una terapia impartida por un famoso sexólogo (Steve Carell) en una localidad llamada Hope Springs a adonde arrastrará Arnold con la sana intención de poner solución a su aburrido matrimonio.

Meryl Streep sigue combinando sus proyectos pro-Oscar (La dama de hierro) con otros trabajos más ligeros y menos existentes a nivel interpretativo. Producciones que, no obstante, no tienen por qué ser de menor calidad, e incluso en ocasiones pueden llegar a ofrecer mejores resultados que aquellas concebidas con mayores pretensiones.

Y es que “Si de verdad quieres…” es una pequeña y agradable sorpresa dentro del género que maneja. No es una gran película, y tampoco lo pretende, pero es capaz de lograr su meta sin muchos artificios, y procurando ser lo más natural posible dentro de unos comprensibles y a menudo poco adulterables márgenes cinematográficos.

Streep se reencuentra con el director David Frankel tras su fructífera colaboración en “El diablo viste de Prada”, una de los mayores éxitos comerciales en la carrera de la actriz. Esta vez encarna a Kay, una mujer cuyo matrimonio se ha estancado en la rutina y, lo que es peor, que ha perdido esa chispa especial que lo mantenía vivo. Obviamente, esto es un problema, pero parece que sólo ella lo ve así.


En busca de una solución, Kay recurre a un sexólogo experto en la materia que les ayude a recuperar de nuevo esa chispa. Para ello, deben desplazarse hasta Hope Springs, un lugar idílico al que Arnold no desea viajar. Más que nada, porque la idea le parece absurda y descabellada. Él no ve ningún problema en su matrimonio. No obstante, acepta a regañadientes hacer el viaje, lo cual no significa que colabore obedientemente con la terapia que impartirá el Dr. Feld.

El problema, sin embargo, es real y no tardará en estallarle delante de las narices, desplegándose ante él todo aquello que permanecía oculto o dormido bajo el manto de la rutina matrimonial.

Kay y Arnold se quieren, pero no se lo demuestran. Después de tantos y tantos años de matrimonio han perdido la pasión, el deseo mutuo. Pero no sólo eso, también han perdido por el camino la comunicación, y no se puede recuperar lo primero si no se consigue arreglar lo segundo.

El amor es complicado, y el matrimonio no lo hace más fácil, pues implica una convivencia prolongada. El sexo, obviamente, no es la parte más importante de una relación, pero sí una de ellas, y la ausencia de una simple caricia, de un tierno beso, puede ser el indicio de que algo falla en la pareja, de que alguna cosa no está funcionando como debiera.

Pero Kay y Arnold no hablan, o al menos no de lo que realmente importa. Y eso es un obstáculo a salvar. El Dr. Feld no es ningún curandero ni tiene una varita mágica con la que reparar matrimonios rotos, pero es la persona indicada para activar el botón de la puesta en marcha, el empujoncito que necesita la pareja para abrir su corazón, para sincerarse el uno al otro y decirse aquellas cosas que el miedo o el pudor les impide confesar. Aquellos cosas que, por pequeñas que sean, han acabado haciendo piña y convirtiéndose en una piedra en el camino hacia su felicidad.

Y no es fácil para ninguno de los dos dar ese paso. Menos aún para Arnold, más conformista con la situación, menos receptivo con la terapia y, sobre todo, menos consciente de la infelicidad de su esposa. Pero ¿qué puede ocurrir si no se esfuerza? Las cosas no se solucionan por sí solas, y si ambos no lo dan todo para arreglar su matrimonio es muy probable que éste se vaya a pique (aunque Arnold no termine de entender muy bien el por qué). Y no es cuestión de buscar un culpable, pues ambos cargan con su 50% de responsabilidad en este “contrato” que es el matrimonio. Es cuestión de conocer el problema de raíz (el por qué del distanciamiento, de la falta de entendimiento…) y, una vez hallado, hacer todo lo posible para intentar solventarlo.


La pareja protagonista pasa por momentos embarazosos y dolorosos. Pero también recuperan la capacidad de reírse y divertirse juntos, viviendo momentos de fugaz alegría. Recuperan recuerdos del pasado, admiten abiertamente sus fantasías y sus deseos más ocultos… Todo con el fin de recuperar la magia del primer día.

El guión de Vanessa Taylor procura ser lo menos artificial posible. No escapa a los tópicos del género romántico (final incluido), pero sabe solventarlos con bastante soltura y sensatez, combinando con acierto los dos frentes, drama y comedia, en los que se inscribe su propuesta. Evita también caer en la mojigatería hablando de un tema a veces tan tabú como es el sexo, así como huye también del extremo más grosero en el que caen otras películas. 

Los momentos más subiditos de tono son graciosos y los momentos más dramáticos consiguen emocionarnos lo justo. En ambos casos, gran parte de la efectividad recae en unos personajes bien construidos y en su magnífica pareja protagonista. Nos creemos su matrimonio, nos creemos sus malos momentos  (esas miradas, esas lágrimas en los ojos…) y logran sacarnos una sonrisa de aprobación en los momentos divertidos. La película funciona en buena medida gracias a ellos dos y también a un Steve Carrell comedido y acorde con su papel.

Conviene advertir de la equilibrada mezcla de comedia y drama sin esperarse de ella grandes carcajadas ni tampoco llantos a moco tendido. Eso sí, esta vez el director es más honesto y no nos cuela un dramón del quince a mitad de trayecto como ocurrió con “Una pareja de tres” (sí, la de Jennifer Aniston, Owen Wilson y el perrito), que se supone que iba a ser una comedia y luego no.

Aunque de buenas a primeras se advierta que el tono cómico va a ser ligerito y relajado, no hay engaño. El drama surge de pronto, pero con pasmosa naturalidad, y a partir de ahí se distribuye inteligentemente a lo largo del metraje.  

Está claro que la historia que nos cuenta “Si de verdad quieres…” no se resuelve en cuestión de días, pero esto es cine, y hay que aceptar sus aceleradas resoluciones y, por supuesto, SPOILER-- sus deliciosos -cuando no pastelosos- “happy ends”. Esos “finales de película” que si están, los criticamos por tópicos y poco creíbles, pero que si no están, los echamos en falta. Y es que a veces necesitamos soñar y creer con esos finales que la vida real no siempre nos ofrece. El cine es nuestra vía de escape a la realidad. – FIN SPOILER

De todos modos, indistintamente del desenlace y dejando a un lado sus atributos meramente cinematográficos,  se puede ver en ella un fin más o menos terapéutico para aquellas parejas que atraviesan una mala racha en su relación. No necesariamente  deben encontrarse en la misma situación que los protagonistas, pero sí puede serles útil a modo de catalizador. Algunos podrán verse reflejados en Kay y Arnold sin necesidad de acudir a ningún Dr. Feld. 


Lo mejor: el equilibrio entre drama y comedia; su pareja protagonista.

Lo peor: lo mal que deja a los adultos de mediana edad en cuestión de sexo; que no evite el previsible final.


Valoración personal: Correcta

viernes, septiembre 21, 2012

“A Roma con amor” (2012) – Woody Allen

Crítica A Roma con amor 2012 Woody Allen

El director neoyorquino prosigue con su ruta turística por algunas de las ciudades más emblemáticas de Europa, y tras visitar Barcelona en “Vicky Cristina Barcelona” y la capital francesa en “Midnight in París”, ahora le toca el turno a Roma, la (otra) ciudad del amor. 

Precisamente de amor ha llenado las maletas Woody Allen para su estancia en la ciudad italiana, aunque al título de su último trabajo convendría hacerle un pequeño ajuste y rebautizarlo más adecuadamente como “A Roma con adulterio”. Porque sí, hay mucha mariposa cosquilleando en el estómago de los personajes, pero aquí ninguno copula con su respectiva pareja (¡sin remordimientos ni castigo!). 

La película es un compendio de enredos y desventuras sobre un variopinto grupo de personajes que viven o veranean en Roma. Una historia de amores y desamores, de anhelos y deseos frustrados… con la bella ciudad italiana como escenario y espectadora involuntaria de los acontecimientos.

En total son cuatro historias distintas las que componen el último film de Allen, siendo alguna de ellas bastante más peculiar y surrealista que el resto (la de Benigni), aunque todas ellas sujetas al particular sello Allen, manteniendo un tono alocado y romántico durante todo el metraje.
Una de las historias atañe a una joven pareja de recién casados.

Antonio (Alessandro Tiberi) llega a Roma para conseguir un importante trabajo en la gran ciudad y para presentar su encantadora nueva esposa Milly (Alessandra Mastronardi) a su conservadora familia. Mientras él se acomoda en la habitación del hotel, ella decide irse a la peluquería para causar una buena impresión a sus suegros. Pero justo cuando la pareja se separa, surgen una serie de desafortunados malentendidos… Al tiempo que Milly recibe las atenciones de una legendaria estrella del cine, Luca Salta (Antonio Albanese), Antonio se ve envuelto en una agobiante situación en la que tiene que hacer pasar por su mujer a una atractiva y descarada desconocida (Penélope Cruz) que, para más inri, es prostituta.

La otra historia comienza cuando John (Alec Baldwin), un conocido arquitecto de vacaciones por Roma, se encuentra con Jack (Jesse Eisenberg), un joven estudiante de arquitectura no muy distinto a él mismo. Jack vive con su novia Sally (Greta Gerwig) en el mismo barrio que una vez acogió a John. Todo es perfecto hasta que Monica (Ellen Page), la deslumbrante y seductora amiga de su novia, se instala en su casa durante un tiempo indeterminado. Dicha situación hará que John reviva uno de los episodios románticos más dolorosos de su vida.

Mientras esto ocurre, Jerry (Woody Allen), director de ópera retirado, se encuentra en Roma con su mujer Phyllis (Judy Davis) para conocer a Michelangelo (Flavio Parenti), el prometido italiano de su hija Hayley (Alison Pill). Jerry se queda maravillado al escuchar a Giancarlo (interpretado por el famoso tenor Fabio Armiliato), el padre empresario de pompas fúnebres de Michelangelo, cantando con una prodigiosa voz operística mientras se asea en la ducha. Convencido de que semejante talento no puede ser desaprovechado, Jerry se aferra a la idea de promocionar a Giancarlo y convertirlo en una gran estrella.

Y por último, el protagonista de la cuarta historia es Leopoldo Pisanello (Roberto Benigni) un tipo de clase media, normal y corriente, que de la noche a la mañana y sin explicación aparente, se ve convertido uno de los hombres más famosos de Italia. Los paparazzi le siguen a todas partes y los periodistas le hacen preguntas sin parar. Aunque al principio no entiende nada, pronto se acostumbra a los distintos encantos de la fama, pero no sin conocer también el alto precio a pagar por ella.

Ocurre a menudo que las películas por episodios resultan ser, en conjunto, demasiado irregulares, algo que podría considerarse una lacra prácticamente insalvable de dicho formato (aplicable también a las películas de historias cruzadas). Y “A Roma con amor” no es la excepción. 

Es una comedia irregular cuyos altibajos son provocados por una narración que alterna cuatro historias de dispar interés. Difícilmente todas satisfagan de la misma manera, por lo que el espectador se decantará por una/s u otra/s, siendo el grado de satisfacción ante éstas lo que determine la valoración general de la película a la hora de hacer balance.

Los ingeniosos y ácidos diálogos marca de la casa siguen ahí, pero en menor cantidad y probablemente menos inspirados que en otras ocasiones. Y es que a Allen se le siente agotado (incluso a nivel interpretativo) en un trabajo que busca cumplir con el trámite de la forma más cómoda posible.
Tan buen punto te saca una sonrisa como un bostezo. Y a esto último no ayuda esa hora y tres cuartos que el espectador siente como si fueran dos. 

En lo personal, el segmento de Pisanello (Benigni) me resulta delirante y fresco, pero desentona un poco con el resto. En ella se cargan las tintas contra el periodismo (sobre todo la prensa rosa y sensacionalista) y el famoseo de pega, algo de lo que aquí en España andamos sobrados y saturados.
La lógica a ésta historia no hay que buscársela porque no la tiene, así como no había explicación razonable a los viajes en el tiempo del protagonista de “Midnight in París”. Ocurre, sin más.

Algo parecido sucede con la historia amorosa que protagonizan Jesse Eisenberg y Ellen Page. De algún modo,  Baldwin ejerce de “voz de la conciencia y de la experiencia” del joven arquitecto, ya que se siente identificado con él. El personaje de Baldwin está presente en los encuentros entre la pareja pero sin estar ahí con ellos realmente. Algo así como una aparición que, no obstante, puede interactuar con el resto de personajes. Dicho así no tiene mucho sentido, y es que realmente no lo tiene, pero a Allen nunca se le exigen este tipo de explicaciones y probablemente tampoco sean necesarias.

Ésta última sería, a mi gusto, la más aburrida y pesada de las cuatro historias. Eisenberg y Page hacen buena pareja, pero resultan muy cargantes. Allen busca, entre otras cosas, la mofa del colectivo gafapasta y pedante, y la consigue a expensas de sucumbir ante su propia crítica. Las intervenciones de Baldwin son las que ayudan a digerir mejorar a ésta repelente pareja.

La parte del tenor, aunque absurda, tiene cierta gracia, pero tampoco da para mucho. Allen y los diálogos que se ha reservado para sí mismo son lo mejor de la misma. Además, siempre es agradable tenerlo delante de la cámara, algo que no ocurría desde “Scoop”. Su personaje es un hombre incapaz de disfrutar de su jubilación; un hombre atado a una profesión de la que no puede separarse y a la que vuelve a insuflar vida un humilde empresario de pompas fúnebres.


A la trama que verdaderamente se lo podría haber sacado más jugo es a aquella en la que una despampanante Penélope Cruz pone en aprietos a un ingenuo muchacho que acaba de pasar por vacaría. Y digo “podría” porque al verse obligada a formar parte de un conjunto de historias, acaba sabiendo a poco. La premisa, si bien no es original, sí podría haber dado lugar a una simpática comedia de enredo, pero como historia segmentada se queda algo atrofiada, incompleta.

Y es que el invento de Allen se entorpece a sí mismo. Historias que por separado podrían haber funcionado de maravilla se entremezclan y segmentan junto a otras que, como mucho, dan para un corto. Y en el fondo es lo que son todas: cortos embutidos en un mismo saco. 

Para algunos, la cita anual con Allen es ineludible e imprescindible, aunque el resultado no siempre acompañe.  A estas alturas, poco o nada queda por exigirle a Allen. Se ha ganado su trocito de Olimpo, y de ahí ya nadie le mueve. Y si quiere seguir con su viaje por Europa a medio gas y repleto de tópicos, no seré yo quién se lo reproche. Pero un servidor preferiría que el director más prolífico de Hollywood (escribe y dirige -y por tanto estrena – sin falta una película al año desde 1982) se tomara un descanso mayor entre película y película.  

En cualquier caso, “A Roma con amor” se ubica en un término medio dentro del tríptico europeo que conforman “Vicky Cristina Barcelona (la peor) y “Midnight in Paris” (la mejor).


Lo mejor: su simpatía.

Loe peor: su descompensada calidad.


Valoración personal: Regular-Correcta