martes, marzo 27, 2012

“El exótico hotel Marigold” (2011) – John Madden

Crítica El exótico hotel Marigold 2011 John Madden
Tras unos años navegando a la deriva, John Madden volvió a la palestra hollywodiense dirigiendo “La deuda”, remake de un filme israelí que se saldó en un notable thriller con el que logró recuperar los halagos de la crítica, algo que no sucedía desde su oscarizada “Shakespeare in Love”. Ahora el director cambia nuevamente de registro y nos presenta “El exótico hotel Marigold”, una comedia dramática acerca cómo afrontar la vejez, esa última etapa de nuestras vidas. Para ello, Madden ha contado con un reparto coral de excepción formado, entre otros, por ilustres como Judi Dench, Maggie Smith, Bill Nighy o Tom Wilkinson.

Regentado por el joven e ingenuamente ambicioso Sonny Kapoor (Dev Patel), “El exótico hotel Marigold” supone la solución que la India propone a los ciudadanos más selectos de Reino Unido para que disfruten de su jubilación; un lugar donde éstos puedan pasar sus años dorados rodeados de suntuosos servicios y comodidades.

Hasta allí llegan siete jubilados con la imperiosa necesidad de realizar un cambio en sus vidas. Sin embargo, una vez allí descubrirán que el exótico hotel no es tan majestoso como lo pintaban...

Quizás os haya ocurrido alguna vez eso de ojear un folleto o una web de un hotel, reservar plaza allí, hacer las maletas, llegar al hotel y daros cuenta que el susodicho no luce como las fotografías que habías visto ni cumple con las especificaciones que habías leído. Pues bien, eso mismo le ocurre al grupo de jubilados protagonistas. En su caso, el problema es aún mayor si añadimos el choque cultural entre las costumbres inglesas y las indias, y si tenemos en cuenta que no se trata de unas simples vacaciones de unos pocos días sino que su intención es pasar una larga estancia en el hotel.

Sonny heredó de su padre este antiguamente sofisticado edificio y desde entonces trabaja con la esperanza de convertirlo en un lujoso hotel. Desgraciadamente, sus recursos son limitados y el éxito se está retrasando más de lo esperado. Pero según Sonny, en la India tienen un dicho: “Al final, todo irá bien. Por lo tanto, si no va todo bien, es que todavía no es el final”. Así pues, el joven no pierde la esperanza, y con la llegada de sus nuevos huéspedes recupera la ilusión por alcanzar su sueño. Es por ello que trata de compensar las carencias del hotel mostrando una actitud positiva, entusiasta y muy servicial hacia sus clientes.

Se necesitan muchas reformas en el lugar para convertirlo en un complejo vacacional ideal, si bien pese a no estar todo lo acondicionado que debería, la estancia en él supondrá toda una experiencia para los recién llegados.

Cada uno de los personajes protagonistas tiene un motivo particular para alejarse de su tierra natal e instalarse en la cálida ciudad de Jaipur, si bien todos persiguen un fin común: iniciar una nueva vida.



Evelyn (Judi Dench) está afligida por el reciente fallecimiento de su esposo, y no sólo se ha quedado sola sino que éste la ha dejado con una considerable deuda financiera, por lo que no le queda más remedio que desprenderse de su hogar e irse a vivir con su hijo y su familia. Pero Evelyn ha vivido siempre bajo el amparo de un marido, y no quiere hacer ahora lo mismo con su hijo. Ella no desea depender de nadie, y aunque la idea de empezar de nuevo en la India suene disparatada, es un riesgo que está dispuesta a correr. Necesita saber que puede valerse por sí misma, y espera lograrlo allí.

Con tal de tranquilizar a su hijo, Evelyn promete escribir regularmente en un blog para contar en él su día a día. Y ese blog se convierte en la voz en off que el director utiliza para retratar tanto sus vivencias como las del resto de vecinos.

Graham (Tom Wilkinson) abandonó su trabajo como juez del Tribunal Supremo para regresar a la India, lugar en el que transcurrió su tierna infancia. Ahora que ha vuelto, es el momento de liberarse de la pesada carga que lleva arrastrando consigo desde hace mucho tiempo…

El matrimonio formado por Douglas y Jean (Bill Nighy y Penelope Wilton) está en la ruina después de que él, un afable funcionario del gobierno, le prestara el dinero de su jubilación a su hija en un negocio que no ha prosperado. La difícil situación económica que atraviesan y la decadencia del hotel se convierten en tema de discusión constante entre la pareja, que va distanciándose cada vez más. Jean, incapaz de sentir curiosidad por el país que la acoge, se pasa las horas encerrada en el hotel leyendo algún libro, mientras que Douglas descubre su lado más turista y empieza a disfrutar de sus paseos y sus tours por la ciudad. Paseos que lleva a cabo sólo o en compañía de Evelyn.

Norman (Ronald Pickup) va por la vida cual Casanova, fingiendo tener una edad que no tiene e intentando, sin éxito, saciar su apetito sexual con mujeres más jóvenes que él. Su estancia en la India quizás sea lo que necesitaba para encontrar por fin esa gran aventura sexual que anda buscando… o quizás incluso para hallar el amor.

Una aventura similar es la que busca Madge (Celia Imrie), sólo que sus motivos son algo distintos. Ella es una cazafortunas y su intención es encontrar un hombre adinerado con el que poder casarse.

En último lugar pero no menos importante tenemos a Muriel (Maggie Smith), una ex ama de llaves gruñona y la única que viaja a la India por obligación, pues ahí es donde debe ser operada de la cadera. La idea de permanecer en el país un día más de lo necesario le aterra, pero puede que el destina le aguarde una sorpresa…



Para todos ellos, su estancia en el Hotel Marigold supone muchos cambios. A veces esos cambios son buenos, a veces no lo son tanto… pero siempre son necesarios.

La India, ese extraño lugar que te puede horrorizar o te puede cautivar, causa un profundo efecto en ellos y poco a poco van dejando atrás su pasado. La incertidumbre e inseguridad iniciales pueden resultar desmotivadoras, pero con el paso de los días la magia del país irá calando y haciendo su efecto. En el período más gris de sus vidas, se abre ante ellos un nuevo y esperanzador capítulo. Y ya no sólo para los residentes sino también para el propio Sonny, cuya lucha no se limitará solamente al ámbito laboral sino también al personal.

De este modo, la película va acumulando momentos divertidos y momentos más tristes, e intercalándolos para que la mezcla entre drama y comedia sea homogénea y ninguna de las partes haga mella en el espectador. La gran mayoría de los personajes resultan entrañables y enseguida se ganan nuestra simpatía. Sus desventuras nos sacan una amplia sonrisa y sus aflicciones nos duelen casi tanto como a ellos.

Madden logra que empaticemos y pasemos un rato agradable en compañía de esta jovial panda de jubilados cuyas peripecias pasan por el romance, la amistad, la superación personal, el derribo de prejuicios, el canto a la vida… Todo un reajuste emocional el que viven los personajes y una experiencia emotiva, divertida y entrañable la que vive el espectador en las -quizás un tanto excesivas- dos horas que se permanece sentado en la butaca asistiendo a la proyección de “El exótico hotel Marigold”.

Una película amable y sin pretensiones que se ve con agrado y que nos permite disfrutar, una vez más, de unos intérpretes maravillosos (Dench, Smith, Wilkinson… perfectos todos ellos en sus respectivos papeles).


Lo mejor: el reparto; que no busque la lágrima fácil y sepa combinar el drama con la comedia.

Lo peor: que propuestas agradables como ésta pasen tan desapercibidas en la cartelera.


Valoración personal: Correcta

domingo, marzo 18, 2012

“Tan fuerte, tan cerca” (2011) - Stephen Daldry

Crítica Tan fuerte, tan cerca 2011 Stephen Daldry
Tras el reciente estreno de la muy notable “Los idus de Marzo”, muchos nos preguntamos por qué demonios no estaba el filme de Clooney nominado a los Oscars de 2011 teniendo en cuenta su indiscutible calidad (podrá gustar más o menos, pero tiene un guión como pocos se vieron a lo largo del año pasado), los halagos vertidos por la crítica, el entusiasmo del público que ha acudido a las salas a verla y la posibilidad de hacerse en hueco en una categoría que admitía hasta diez candidatas. Sin embargo, en su lugar figuraban otras opciones más o menos discutibles (según los gustos de cada uno, claro está), y entre las elegidas sorprendía la presencia de “Tan fuerte, tan cerca”, un drama con el fatídico 11S de telón de fondo que cosechó no pocos abucheos por parte de la crítica especializada.

Quizás la inclusión tuviera que ver, precisamente, con la temática del terrible atentado a las Torre Gemelas, pues ya sabemos que los americanos son muy suyos; o quizás se tratase de uno de esos casos en los que los críticos ponen la mira en una película y se ceban sin compasión sin que ésta merezca, en proporción, tales pedradas.

Sea como fuere, lo cierto es que las nominaciones no le son desconocidas a Stephen Daldry. Sus tres anteriores trabajos estuvieron presentes en los Oscars, los Globos de Oro, los BAFTA y demás premios de prestigio. Precisamente con “Las horas” y “The Reader (El lector)”, actrices como Nicole Kidman y Kate Winslet ganaron, respectivamente, sus primeros Oscars en la categoría de Mejor Actriz.

Por ello, con semejante currículum la pregunta es inevitable: ¿”Tan fuerte, tan cerca” es, realmente, tan mala? Veamos primero qué nos cuenta…

Oskar Schell (Thomas Horn) es un niño neoyorquino de once años ingenioso e inusualmente precoz. Un año después de que su padre (Tom Hanks) muriera en el World Trade Center, el día que Oskar llama “el peor día”, descubre una llave entre sus posesiones y decide enfrascarse en una quijotesca odisea por toda la ciudad de Nueva York en busca de la cerradura que abrirá.

Oskar recorre los cinco distritos de Nueva York en busca de la cerradura perdida, conociendo a un montón de personas diferentes, supervivientes a su manera, que le hacen descubrir cosas sobre el padre al que tanto extraña, la madre (Sandra Bullock) de la que se siente tan distanciado y el ajetreado, peligroso y confuso mundo que le rodea.

Daldry adapta esta vez la novela homónima de Jonathan Safran Foer, una de las primeras obras literarias acerca de la tragedia de las familias afectadas por el 11-S. En esta historia, contemplamos dicha tragedia y sus efectos a través de la mirada de un niño que ha perdido su padre en el atentado a las Torres Gemelas.

Oskar estaba muy unido a su progenitor, quién le animaba a manifestar sus inquietudes artísticas y a desarrollar su imaginación a través de juegos creativos y excursiones por la ciudad. Al perder esa figura paterna y no encontrar el consuelo que busca en su madre (rara vez acude a ella más que para descargar su ira contenida), Oskar se encuentra perdido y temeroso de todo lo que rodea.

Encontrar la cerradura que abre la misteriosa llave es, para él, un modo de acercarse a su padre, y todo el tiempo que permanece sumergido en su titánica búsqueda, es un tiempo extra con el que el destino le obsequia para seguir conectado a él.


En realidad, Oskar realiza dos viajes en uno: por un lado, está el viaje físico que le lleva de punta a punta de la ciudad, picando puertas y timbres en busca de una persona que conociera su padre y pueda ayudarle con el tema de la llave; por el otro lado, está el viaje emocional, ya que con cada paso que da y con cada desafío que supera, Oskar va venciendo sus miedos y superando su tristeza. Poco a poco, sus experiencias van aplacando la angustia que le consume, si bien aún tendrá que sacar todo el dolor que lleva dentro para que éste deje de atormentarle.

El trauma de Oskar sirve, entre otras cosas, para reflejar el dolor de toda una nación, y el viaje que nos propone la historia indaga en ese dolor de forma tangencial y bajo la subjetividad de un niño.

Y aquí entra en juego también el personaje que interpreta estupendamente Max Von Sydow, el inquilino (cuya identidad no es en ningún momento un misterio para el espectador) que vive en el piso de la abuela de Oskar y que, incapaz de pronunciar palabra, se comunica con los demás a través de notas que va escribiendo en el bloc que lleva siempre consigo.

Sin mediar palabra, el hombre se convierte en su compañero de viaje, en su amigo y en su confidente.

Oskar es un niño un tanto peculiar (dicho sea esto a modo de eufemismo), algo que de algún modo él mismo parece reconocer al revelar, en un momento dado de la película, que de pequeño fue sometido a varias pruebas para detectar alguno de los síndromes característicos de Asperger o de autismo, pero sin que de éstas ofreciesen “resultados concluyentes”. Por ese motivo, en ocasiones su comportamiento y sus manías pueden resultarnos bastante chocantes e irritantes. Desde luego, no es culpa del joven Thomas Horn (ojalá él, y no a Asa Butterfield, fuera el elegido para encarnar al Ender de Scott Card). Daldry y su equipo de casting han demostrado tener muy buen ojo (no es que sea un personaje fácil de llevar para un crío), tal como ya hicieran años atrás eligiendo a Jamie Bell para el papel del joven bailarín Billy Elliot. Pero está claro que si uno no termina de conectar con la sensibilidad de Oskar, es muy posible que el filme se le haga farragoso, más cuando la ñoñería que desprende no está del todo bien calibrada.


Siempre se ha dicho que es más fácil hacer llorar que hacer reír. Y es cierto.

Existen una serie de mecanismos para tocarnos la fibra; una serie de teclas que al pulsarlas consiguen que se nos oprima el corazón y se nos humedezcan los ojos. La idea, por supuesto, consiste en no ver la mano que pulsa esas teclas, y ahí es donde radica el principal lastre de la película. Al guión se le ven las costuras, y la manipulación cara al espectador resulta, en ocasiones, demasiado evidente. El dramatismo forzado y llevado al extremo provoca que la historia trastee con frecuencia entre la emotivo y lo sentimentaloide, lo que perjudica seriamente ese proceso de empatía en el espectador.

Sin embargo, no sería la primera vez que rompo la lanza en favor de una película masacrada por la crítica y, desde luego, no será la última, y aunque “Tan fuerte, tan cerca” no sea lo buena que podría haber sido, creo que está lejos de ser un espanto. Así que respondiendo a la pregunta planteada, no, no es tan mala, pero su sensiblería y su histerismo pueden resultar cargantes. Así que supongo que de la sensibilidad o indulgencia del espectador dependerá que la película de Daldry entre mejor o entre peor, y será cada uno el que debe razonar y juzgar si ésta es merecedora o no de ser condenada al ostracismo.


Lo mejor: el personaje de Max Voin Sydow.

Lo peor: la sensiblería barata que muestra en ocasiones.


Valoración personal: Correcta

viernes, marzo 02, 2012

“Luce rojas” (2012) – Rodrigo Cortés

Crítica Luce rojas 2012 Rodrigo Cortés
En 2010, el español Rodrigo Cortés demostró con “Buried (Enterrado)” no sólo que se podía rodar una historia que transcurriera enteramente dentro de una caja de madera sino que además con ella se podía lograr una muy buena película. Gracias a una dinámica puesta en escena, a un actor entregado en cuerpo y alma y a un guión prácticamente impecable, Buried se convirtió, para un servidor, en uno de las mejores propuestas de aquél año y en uno de los thrillers claustrofóbicos/psicológicos más conseguidos que se hayan hecho en mucho tiempo.

Después del buen sabor de boca dejado por aquél segundo trabajo, Cortés se ganó el crédito de trabajar con grandes como Robert De Niro o Sigourney Weaver, intérpretes que conforman el reparto de su enigmático tercer largometraje, “Luces rojas”.

Dos investigadores de fraudes paranormales, la veterana doctora Margaret Matheson (Sigourney Weaver) y su joven ayudante Tom Buckley (Cillian Murphy), estudian los más diversos fenómenos metapsíquicos con la intención de demostrar su origen fraudulento. Tras una ausencia de treinta años, el legendario psíquico Simon Silver (Robert De Niro) reaparece con un nuevo espectáculo en el que desafía a los escépticos profesionales. Tom comienza a desarrollar una densa obsesión por Silver, cuyo magnetismo se refuerza de forma peligrosa con cada nueva manifestación de oscuros fenómenos inexplicables…

Los que aún se pregunten qué demonios son las “luces rojas” que dan título a la película, encontrarán la respuesta en boca de su propio director en una de las promos virales que circulan por la red. En palabras de Cortés, “las luces rojas son notas discordantes; cosas que no deberían estar ahí. Es como si hubiera pequeñas luces destellantes en la realidad que delatan que algo sucede; algo que no debería estar sucediendo”. Por tanto, consideramos como luces rojas todos aquellos fenómenos que escapan a nuestra comprensión; fenómenos contradictorios a la realidad que conocemos y que no somos capaces de explicar.

Para nuestros protagonistas no existe fenómeno alguno que no pueda ser explicado bajo un razonamiento lógico y/o científico. Conscientes de ello, y muy seguros de sí mismos, la doctora Matheson y su joven ayudante se dedican a destapar toda clase de fraude parapsicológico que caiga en sus manos, es decir, médiums y demás farándula que se llenan los bolsillos a costa de la ingenuidad de las personas con las que tratan.


El sorpresivo regreso a la vida pública del psíquico Simon Silver (una especie de Uri Geller) deviene en un reto para Tom, que se obsesiona con la idea lograr lo que otros no han podido: destapar su engaño. Incluso Margaret tuvo, en el pasado, sus encuentros con Silver, un hombre al que ella considera muy peligroso. Pero pese a las advertencias de su maestra, Tom no cede en su empeño e inicia su particular investigación; una investigación que le hará replantearse todo en lo que creía hasta ahora.

La película empieza con Matheson y Buckley desacreditando a una espiritista de pacotilla, lo que nos sirve para que a continuación se nos vaya ilustrando acerca de cómo detectar este tipo de fraudes, con la pareja de expertos ofreciéndonos las debidas explicaciones razonables a todos aquellos fenómenos que a priori podríamos considerar de carácter sobrenatural. Hasta ahí, protagonistas y espectador compartimos el mismo escepticismo, pero la irrupción del personaje de Silver comienza a resquebrajar nuestra desconfianza hacia lo paranormal.

¿Es Silver realmente un farsante? Cortés siempre la duda y juega constantemente con la ambivalencia de una respuesta clara a semejante cuestión. En ese sentido, el mayor logro del director es mantener el suspense de forma constante, captando nuestra atención y consiguiendo que estemos dispuestos a seguir contemplando sus malabarismos narrativos. Desgraciadamente, todo acierto estético y narrativo que Cortés alcanza como director (la sobriedad y elegancia de su puesta en escena, la rigurosidad de su discurso, etc.) queda lastrado por su tramposa tarea como guionista. Cortés no juega limpio y se convierte en el mayor farsante de su película.


Con tal de despistarnos, hacernos dudar y poder, al fin, ofrecernos esa “sorprendente e inesperada” explicación al misterio que nos ha de dejar clavados en la butaca (al más puro estilo Shyamalan), Cortés urde toda clase de artimañas (muertes repentinas, llamadas oportunas, perturbadores sueños oníricos…) que arremeten contra nuestra incredulidad, saboteando nuestros pensamientos de forma incesante y dándonos, finalmente, gato por liebre esperando que con el despliegue de humo y luces no nos percatemos de que su truco es de un bajeza y ridiculez casi insultantes. El error más sangrante que comete Cortés es el de perderle el respeto al espectador, y cuando eso ocurre, no hay ilusión que valga. La coherencia y credibilidad de la trama se pierden justo en el instante en el que el guión empieza a jugar a dos bandas, utilizando luego esa ambigüedad para justificar un desenlace tan pretencioso como efectista.

No parece haber voluntad por parte de Cortés en tomarse si quiera la molestia de construir una historia sólida que funcione por sí misma, pues parece convencido de que con el ilusionismo de baratillo tiene más que suficiente para contentar al espectador y hacer que se trague el timo con una sonrisa en la boca. Y probablemente no le falte razón. Porque “Luces rojas” es una tomadura de pelo que entretiene y logra buenos picos de tensión, algo que para algunos será más que suficiente. Los que preferimos que nos embauquen con algo más de ingenio y honestidad no podemos hacer otra cosa que correr un tupido velo ante el último trabajo del director gallego esperando que haya sido sólo un pequeño y olvidable traspiés. Al fin y al cabo, si a Fresnadillo le perdamos la ponzoña que fue “Intruders”, seguramente a Cortés también podamos perdonarle “Luces rojas”.


Lo mejor: la intriga y tensión inicial.

Lo peor: que Cortés nos tome por idiotas.


Valoración personal: Regular

viernes, febrero 24, 2012

“Mi semana con Marilyn” (2011) - Simon Curtis

Crítica Mi semana con Marilyn 2011 Simon Curtis
De seductores ojos azules, de brillante cabello rubio platino, de seductora silueta curvilínea y de dulce y embriagadora voz… Así era Marilyn Monroe, una de las estrellas más emblemáticas de los años dorados de Hollywood y toda una sex symbol que encandiló a los espectadores de la época y también a los de décadas posteriores. Su vida, sin embargo, no fue un camino de rosas... Pasó su niñez sin conocer un padre y quedando al cuidado de una madre con graves trastornos mentales que no pudo hacerse cargo de ella como debiera, lo que llevó a la joven Norma Jean (su verdadero nombre antes de adjudicarse uno de artístico) a vivir con diversas familias adoptivas e incluso a pasar por un orfanato.

A la edad de 18 años su vida cambió a mejor cuando inició su carrera de modelo, escaparate que le sirvió un año después para introducirse en el mundillo del cine realizando pequeños papeles en películas y series de televisión.

A principios de la década de los cincuenta ya empezó a ser un rostro conocido gracias a películas como “Niagara” o “Los caballeros las prefieren rubias”, trabajando con directores de renombre y gran talento como Howard Hawks, Billy Wilder, Otto Preminger o George Cukor. Aquellos fueron sus años de mayor éxito y su consagración como actriz, pese a que algunos aún seguirían poniendo en duda su talento interpretativo y considerándola una mera cara bonita.

En 1962 llegaría la tragedia, falleciendo en su domicilio a causa de una sobredosis de barbitúricos. Dicho suceso fue calificado por las autoridades como un más que probable suicidio, aunque siempre hubo voces que hablaron de posible asesinato.

Sea como fuere, lo que es bien seguro es que Marilyn Monroe permanece muy viva en el recuerdo de muchos profesionales y amantes del séptimo arte, así que era cuestión de tiempo que su vida fuera llevada a la gran pantalla.

Como ocurre a veces en la meca de Hollywood, dos proyectos surgieron a la vez con mismas intenciones, pero en este caso (como en otros tantos), sólo uno de ellos sobrevivió: My Week with Marilyn (aka Mi semana con Marilyn; sí, traducción literal, por sorprendente que parezca).

El otro proyecto anunciado como “Blondie”, basado en unas falsas memorias de Joyce Carol Oates, con Naomi Watts encarnando a Monroe y bajo la dirección de Andrew Dominik (El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford) quedó en agua de borrajas.

Recién casada con Arthur Miller (Dougray Scott) y coincidiendo con su luna de miel, Marilyn Monroe (Michelle Williams) llega a principios del verano de 1956 a Inglaterra para rodar “El príncipe y la corista”, el film que le haría compartir escena con el célebre Sir Laurence Olivier (Kenneth Branagh), legendario actor británico de teatro y cine, que protagonizaba, producía y dirigía la cinta.

Ese mismo verano Colin Clark (Eddie Redmayne), un joven de 23 años recién licenciado en Oxford y aspirante a director, pisaba por primera vez un set de rodaje como ayudante en “El príncipe y la corista”.

Cuarenta años después, Clark relató sus experiencias durante los seis meses de rodaje en un libro autobiográfico: “El príncipe, la corista y yo”. Pero en el libro se omitía lo que había pasado durante una semana. Años después, en una secuela de su autobiografía llamada “Mi semana con Marilyn”, Clark contó lo que ocurrió en esos siete días que compartió con la mayor estrella de todos los tiempos.

A diferencia de otras recientes producciones biográficas como “J. Edgar” o “La dama de hierro”, la película del debutante Simon Curtis no abarca “toda” una vida del personaje radiografiado ni pretende tampoco hacer un resumen de sus mejores y peores momentos, sino que se centra en un periodo muy concreto de su vida; un periodo contado a través de los recuerdos y experiencias de un joven “chico de los recados”.

A falta de flashbacks, el director recurre al no menos manido –aunque aquí efectivo- recurso de la voz en off para relatarnos los pormenores de un problemático rodaje desde la perspectiva de Colin Clark, un don nadie que compartió paseos y caricias con uno de los mayores iconos del siglo XX.



Marilyn llega a Inglaterra convertida en una estrella tras su paso por películas tan populares como “Los caballeros las prefieren rubias", “Cómo casarse con un millonario” o “La tentación vive arriba”. Sin embargo, para sus adentros sigue mostrando una gran inseguridad en sí misma, algo que trata de remediar con la ayuda de Paula Strasberg, actriz de teatro que la instruye y aconseja siguiendo las pautas del “Método” aplicadas por su marido Lee Strasberg (basándose éste en el sistema Stanislavski) y que también emplean intérpretes coetáneos como Montgomery Clift, James Dean, Marlon Brando o Paul Newman (y que más tarde siguieron otros actores como Robert De Niro, Al Pacino, Dustin Hoffman o Jack Nicholson).

Con “El príncipe y la corista” Marilyn pretende mejorar sus aptitudes interpretativas para lograr que la tomen en serio como actriz y dejar de ser reconocida solamente como una bomba sexual. Sin embargo, pese a su buena voluntad, el rodaje no marcha como era de esperar. Laurence Olivier cada día está más exasperado con la actitud despreocupada y poco profesional de su joven compañera de reparto, que es incapaz de llegar puntualmente a los rodajes y de aprenderse la línea de dialogo más sencilla del guión. Es por ello que la falta de entendimiento y las discusiones entre ambos son constantes, lo que no hace más que aumentar la inseguridad y el malestar de la actriz.

Entre Marilyn y Olivier se establece una especie de relación amor-odio, o mejor dicho, admiración-odio. Ambos desean trabajar juntos, pero la visión de su trabajo como intérpretes es diametralmente opuesta y los rifirrafes son constantes. El rodaje se convierte en un infierno para ambos, y Marilyn sólo consigue evadirse de sus preocupaciones y disgustos abusando de alcohol y barbitúricos, y tonteando con un jovencito ingenuo y enamorizado, el ayudante Colin Clark.

Curiosamente la razón de ser de esta película, es decir, el contarnos el affaire de siete días entre Monroe y Clark, es lo menos atractivo de la historia.

No se puede negar que a través de los ojos de Clark nos acercamos a la Marilyn más humana y más imperfecta. Cuanto más nos adentramos en su intimidad y más conocemos sus miedos y sus angustias, más nos alejamos de la estrella mediática y famosa actriz de Hollywood que ven los demás. Sin embargo, su efímero amorío (la actriz tenía fama de rompecorazones, y no olvidemos que en ese momento está casada con Miller, su -para más inri- tercer marido) no termina de resultar demasiado interesante, bien porque no paramos de asistir a abundantes clichés de corte romántico o bien porque el propio personaje de Clark nos resulta demasiado insulso como para causarnos cierta empatía. Algo en lo que además colabora la apática y monocorde actuación de Eddie Redmayne, que parece repetir el mismo tedioso registro de mentecato atolondrado visto ya en “Los pilares de la Tierra” o “Black Death”.

Podríamos vivir sin conocer los detalles de esa inolvidable semana que Clark pasó con Marilyn (asumiendo que lo que se nos cuenta sea verídico), pero son más importantes aquellos otros momentos que verdaderamente ansiábamos contemplar. Esos destellos de “cine dentro de cine” con los que nos obsequian director y guionista son lo más agradecido de la película, así como el permitirnos disfrutar de la majestuosa interpretación de Michelle Williams (en un papel propuesto inicialmente para Scarlett Johansson). En sus gestos, en su mirada, en su voz… Williams es Marilyn, ni más ni menos.


La película nos permite descubrir la mujer que habita bajo la piel de la famosa actriz, y nos desvela que el personaje más difícil que Norma Jean tuvo que encarnar jamás fue, precisamente, el de Marilyn Monroe. Probablemente fuese el peso de ser quién era y de la presión mediática e incomprensión que sufría a su alrededor (salvo por parte de Strasberg, que además de profesora sería su confidente) lo que acabó destruyéndola y, en consecuencia, convirtiéndola en una leyenda.

Pero ante todo, aquí debemos atenernos tanto a su vida privada como, de forma más secundaria, a su vida profesional, y los avatares del rodaje de “El príncipe y la corista” son una buena muestra de lo mucho o poco que podía dar de sí como actriz.

Tras su colaboración en “La tentación vive arriba", Billy Wylder juró que jamás volvería a trabajar con ella, algo que luego no pudo cumplir (coincidirían de nuevo en “Con faldas y a lo loco”), pues él mismo admitía que “cuando la volvía a ver, siempre la perdonaba”. De algún modo, eso queda plasmado en la figura de Laurence Olivier, al que encarna un estupendo Kenneth Brangh, pues quién mejor que un apasionado de Shakespeare para interpretar a otro apasionado del dramaturgo inglés; quién mejor que un actor/director para encarnar a otro actor/director (más siendo un servidor de la opinión de que Branagh ha sido y será siempre mejor en lo primero que en lo segundo).

Marilyn saca constantemente de sus casillas a un ciertamente endiosado y anquilosado Olivier, pero éste se rinde a sus pies cuando la muchacha borda su papel con esa frescura y esa fogosidad que tanto la caracterizaron. Y ese amor-odio es el que tan celo y recelo produce en su esposa, Vivien Leigh (Julia Ormond).

Pese a lo descrito en párrafos anteriores, lo cierto es que “Mi semana con Marilyn” mantiene casi en todo momento un tono ligero y agradable. Curtis consigue una película interesante pero de discretos resultados, y en dónde todo el peso de la misma recae en una formidable Michelle Williams. Y es que este año no parece que vayamos a asistir a ningún gran biopic, aunque todos ellos nos han dejado interpretaciones para el recuerdo.


Lo mejor: Michelle Williams encarnando a Marilyn Monroe.


Lo peor: que resulte tan inocua e intrascedente, algo muy distinto a lo que fue la vida de este mito.


Valoración personal: Correcta

sábado, febrero 18, 2012

“Shame” (2011) – Steve McQueen

Crítica Shame 2011 Steve McQueen
Poca duda cabe que Michael Fassbender es, ahora mismo, el actor de moda en Hollywood. A nivel actoral supone una apuesta segura (ya lo ha demostrado en varias ocasiones) y los estudios se pelean por ficharle y tenerle en su próximo proyecto de peso.

La pasada década le vio nacer como actor figurando en diversas series de televisión y telefilms hasta que por fin logró recaer en su primer proyecto de gran tirón comercial, “300”, acompañando a Leónidas en su batalla contra los persas. Más tarde hizo pareja con Kelly Reilly en ese brillante –y poco conocido- survival inglés titulado “Eden Lake”. Pero no sería hasta la llegada de “Hunger”, debut del director Steve McQueen (nada que ver con el legendario intérprete de “La gran evasión” o “Bullit”) y premiado con la Cámara de Oro en Cannes, cuando empezaría a destacar por sus sorprendentes dotes interpretativas.

Y de ahí al estrellato ha sido cuestión de tiempo, muy poco tiempo. Un rol bastardo ofrecido por Tarantino en “Malditos bastardos”, algún que otro protagonismo o papel secundario en proyectos de menor calado (Centurión, Jonah Hex…), hasta llegar a un 2011 en el que el actor no ha parado de trabajar. Ha sido un psiquiatra en “Un método peligroso”, ha encarnado a un mutante en “X-Men: Primera generación” y ahora es un adicto al sexo en “Shame”, película en la que se reencuentra con McQueen.

Brandon (Michael Fassbender) es un hombre de treinta y tantos años que vive en un confortable apartamento en Nueva York. Para evadirse de la monotonía del trabajo seduce a las mujeres en una serie de historias sin futuro y encuentros de una noche.

Pero el ritmo metódico y ordenado de su vida se ve alterado por la imprevista llegada de su hermana Sissy (Carey Mulligan), una chica rebelde y problemática. Su presencia explosiva llevará a Brandon a perder el control sobre su propio mundo.

En Shame, McQueen nos sumerge en la vida de un hombre aparentemente normal pero con un lado oculto a los ojos de quienes le rodean. Brandon siente una adicción compulsiva hacia el sexo; apenas puede permanecer demasiado tiempo sin su dosis diaria de “descarga”, por lo que recurre de forma frecuente a encuentros sexuales con desconocidas, solicita los servicios de una profesional u opta por la masturbación con o sin estimulación previa. Para Brandon, el sexo es casi como respirar; es una necesidad que debe ser constantemente saciada. Y esa necesidad no se conforma con cualquier cosa ni tampoco con la rutina diaria, por lo que Brandon es incapaz de mantener una relación estable con una mujer o lograr que el sexo más común satisfaga su apetito.


De algún modo, su sexualidad se convierte en su tormento, en una prisión con barrotes de lujuria de la que le resulta imposible escapar.

La irrupción de su atractiva y no menos promiscua hermana desbarajusta el estilo de vida de Brandon y trae consigo conflictos que de algún modo ansiaba haber dejado anclados en el pasado. Y es que su propia hermana (una estupenda Carey Mulligan) despierta en él una tensión sexual que parece atormentarle desde tiempo atrás, lo que le invita a mantener un forzado distanciamiento con ella. La presencia de Sissy en su apartamento, su actitud despreocupada y desvergonzada, perturba la tranquilidad más o menos estable que Brandon había adquirido dentro de su invisible y oscuro mundo, y reaviva sentimientos desterrados en lo más profundo de su ser. Sissy se convierte en el peso de más que desequilibra su balanza interna.

Incapaz de controlar a su hermana, y menos aún de controlarse a sí mismo, Brandon va descendiendo poco a poco a los infiernos, sintiendo vergüenza de sí mismo y sumiéndose en la amargura.

McQueen no busca que el espectador juzgue a Brandon sino que se mete en su cabeza. No busca incomodarnos sino adentrarnos en el submundo de perturbación y depravación de un hombre absorbido y devastado por su apetito sexual.

El director no escatima en desnudos integrales ni duda tampoco en mostrarnos deliberadamente los atributos viriles de Fassbender (algo que ocurre de forma reiterada durante los primeros minutos de la película), logrando así romper con cualquier tabú que pudiera entorpecer el crudo y contundentes retrato de un personaje adicto al sexo. En otras ocasiones, sin embargo, la elegancia cobra protagonismo cuando el acto sexual no representa más que un pedazo de esa lujuria desatada que va desgarrando la consciencia de Brandon. McQueen opta por el juego de planos sugerentes y provocativos que nos muestran tanto el lado físico de la escena como el lado emocional, captando a la perfección el dolor que siente Brandon al comprobar por sí mismo de qué modo trata de suplir su insatisfacción.


Fassbender transmite la tristeza, la culpabilidad, la pasión y la lascivia de su personaje a través de la mirada. Un trabajo de interpretación de esos que bien valen, como mínimo, una nominación a los Oscar, aunque ya sabemos que la Academia es demasiado retrógrada y puritana para concederle una mísera nominación a una película de este estilo.

En alguna ocasión McQueen peca de rigidez narrativa al abusar de plano fijo y con ello estirar en demasía alguna escena como aquella en la que Sissy muestra sus virtudes para el canto. Pero ese es un insignificante detalle para una dirección más que certera por su parte, donde la sobriedad y el ritmo pausado contrastan con la agresividad de algunas imágenes.

Finalmente, se intuye que guionista y director pretenden dejar el desenlace de “Shame” en manos del espectador, quién de algún modo debe dictaminar si Brandon toma, en cuestión de segundos, la decisión de alejarse del camino de la amargura por el que lleva arrastrándose tanto tiempo o, si por el contrario, y pese a todo lo que ha ocurrido en los últimos días, prosigue con sus andaduras ante la incapacidad de ver una posible vía de redención o salvación.


Lo mejor: Fassbender.

Lo peor: que su temática le impida aspirar a Premios que otraos filmes de menor calado ostentan con facilidad gracias al consevradurismo de los académicos.


Valoración personal: Correcta-Buena

viernes, febrero 03, 2012

“Moneyball: Rompiendo las reglas” (2011) - Bennett Miller

Crítica Moneyball: Rompiendo las reglas 2011 Bennett Miller
Junto al fútbol americano y el baloncesto, el béisbol es uno de los deportes por excelencia de los americanos. Dentro del género deportivo, el cine de Hollywood ha reflejado su amor por este deporte con toda clase de películas; desde dramas (El mejor, Hardball) hasta comedias (Ellas dan el golpe, The Bad New Bears), pasando por el género fantástico (Campo de sueños, Ángeles), el romántico (Los búfalos de Durham, Entre e amor y le juego) e incluso el musical (Llévame a ver el partido, con Frank Sinatra y Gene Kelly). Claro que las que suelen encandilar más a la crítica -si están bien hechas- son aquellas que están basadas en hechos reales (The Rookie, El orgullo de los yanquis), como es el caso de “Moneyball”, segundo largometraje del cineasta Bennett Miller, aquél que en 2005 nos redescubrió como actor a Philip Seymour Hoffman en su versión (aquél año se estrenaron dos) de “Truman Capote”.

Hubo un tiempo, cuando era joven, en que Billy Beane (Brad Pitt) fue una prometedora estrella del béisbol. Sin embargo, la gloria como jugador jamás le llegó, por lo que enfocó toda su naturaleza competitiva hacia el área de la dirección de equipos.

Al comienzo de la temporada 2002, Billy se enfrenta a una difícil situación: su modesto equipo, los Oakland Athletics, ha perdido, una vez más, a sus mejores jugadores a manos de los clubes grandes -y sus contratos millonarios- y encima tiene que reconstruirlo con sólo un tercio del presupuesto. Decidido a ganar, Billy se enfrenta al sistema desafiando a los más grandes de este deporte utilizando las teorías innovadoras de Bill James que logra poner en práctica su nuevo ayudante, Peter Brand (Jonah Hill), un economista de Yale con talento para los números. Los resultados, no obstante, tardarán en llegar, por lo que mientras tratan de lograr su propósito deberán aguantar el chaparrón de críticas que les lloverá desde los medios de comunicación, los forofos e incluso el propio entrenador del equipo.

La película se basa en el libro “Moneyball: The Art of Winning an Unfair Game” escrito por el ex corredor de bolsa Michael Lewis, quién en él relata la historia real de Billy Beane, el gerente general de los Athletics que aquí encarna Pitt.

Beane sabe que es imposible que un club modesto como Oakland Athletics pueda competir con los grandes clubes que ganan las ligas a golpe de talonario fichando a los mejores jugadores de la liga para formar equipos imbatibles. Sabe también que va a resultar imposible reemplazar a los tres últimos jugadores estrella que le han arrebatado si no dispone del dinero necesario para invertir en unos sustitutos que estén más o menos al mismo nivel.

Pero un buen día, en el transcurso de una infructuosa transacción comercial, conoce a Peter Brand, un economista con una visión del juego totalmente distinta de la que él maneja. Siguiendo las teorías de Bill James, Brand establece análisis estadísticos para medir la actividad en el juego y de los jugadores. Mediante valores numéricos, es capaz de decidir qué tipo de jugador le conviene más al equipo, independientemente de su calidad o su estado físico.

Beane no tiene nada que perder pero sí mucho que ganar si Brand está en lo cierto, por lo que decide convertirlo en su primer ayudante para intentar sacar adelante al equipo.


Así es como empiezan a fichar jugadores descartados por los demás equipos por ser demasiado viejos, demasiado problemáticos o simplemente por estar lesionados. Jugadores que, no obstante, cuentan con habilidades clave poco valoradas que pueden serles de utilidad para ganar los partidos. Por supuesto, ellos son los únicos que lo ven así, y tienen en su contra a todo el mundo; entre ellos, al entrenador encarnado por Philip Seymour Hoffman, quién no tolera que le digan cómo tiene que hacer su trabajo.

Pero tarde o temprano, el experimento que Billy y Peter ponen en marcha comenzará a dar sus frutos…

Sin riesgo no hay gloria. Y de eso es de lo que trata esta película; de un hombre que, haciendo caso a su intuición, desafió el sistema para sobrevivir en un juego donde la competitividad estaba demasiado reñida con el dinero. En ese escenario, Beane tratará de cuadrar sus cifras para ganar el campeonato, pero a medida que pase el tiempo, se dará cuenta que en la vida y en el juego hay cosas más importantes.

En el transcurso de su lucha, el personaje de Pitt evoluciona y se involucra con los jugadores de un modo que antes rehusaba contemplar. Esto le permite tener una visión de futuro mucho más amplia y personal acerca del juego, siendo ésta la única forma de poder avanzar dentro del mismo. Aunque los resultados no sean inmediatos, el compenetrado dúo formado por Billy Beane y Peter Brand logra, de algún modo, revolucionar el beisbol y hacer historia sin necesidad de convertirse en el caballo ganador por excelencia. Aunque las estadísticas que manejan sean prácticamente infalibles, el juego se compone de mucho más que cifras, y sólo la perfecta unión de todos los componentes puede dar con la fórmula del éxito.


Precisamente de fórmulas es de lo que huye el guión de Aaron Sorkin (La red social) y Steven Zaillian (En busca de Bobby Fischer), procurando sortear los abundantes clichés del género deportivo centrando la trama en una figura, la del gerente general, poco dada a acaparar el protagonismo de este tipo de historias de superación personal (es más común que el centro de atención sea un jugador o un entrenador, personajes aquí imprescindibles pero secundarios). Cierto es que se nos muestran los partidos de béisbol con esa emoción que requiere toda traslación cinematográfica, pero en el fondo el verdadero sentido de la película no es tanto cómo se juega dentro del campo sino fuera de él, y no tanto si el método empleado por Beane y Brand es mejor o peor, sino el esfuerzo en llevarlo a cabo, la capacidad de creer en algo en lo que los demás ni creen ni entienden.

Pitt resulta convincente en la piel de Beane, un hombre competitivo que se reinventa a sí mismo y que patea los obstáculos con tanta testarudez como tenacidad. Curiosa la compenetrada pareja que forma el marido de Jolie con Jonah Hill, actor que por primera no (me) resulta insoportable en pantalla (lo cual dudo sea mérito suficiente para nominarlo a los Oscar).

Interesante y no tan convencional como podría parecer, “Moneyball” nos sumerge de lleno en los bastidores del beisbol y nos cuenta una historia en la que un tipo inconformista se revela y se cuestiona las normas de un sistema establecido 150 años atrás en el tiempo. Una historia que puede entenderse más allá del ámbito deportivo, y en donde el personaje principal simplemente se cuestiona su propia forma de ver las cosas, tanto en lo personal como en lo profesional, y cuyo logro final es alcanzar una victoria que no necesita de trofeos ni de trascender en los grandes titulares.


Lo mejor: la evolución de Beane, el personaje de Pitt.

Lo peor: el poco trabajado entorno familiar de Beane; que la historia sea interesante pero no emocionante.


Valoración personal: Correcta

viernes, enero 27, 2012

“J. Edgar” (2011) - Clint Eastwood

Crítica J. Edgar 2011 Clint Eastwood
Si en 2006 era un ambicioso Robert De Niro el que se ponía por segunda vez detrás de las cámaras para rodar un pseudobiopic sobre uno de los principales fundadores de la CIA, la agencia gubernamental de espionaje más famosa del mundo, esta vez es el maestro Eastwood quién se adentra en los pasillos y despachos del FBI para relatarnos la historia de uno de sus directores generales más longevos y controvertidos, John Edgar Hoover.

En 1924, y con sólo 29 años, John Edgar Hoover (Leonardo DiCaprio) fue nombrado director general del FBI para que reorganizara la institución, considerada por muchos un foco de corrupción. Hoover ocupó el cargo hasta su muerte en 1972, sobreviviendo a siete presidentes, alguno de los cuales intentó inútilmente destituirlo. Los archivos que Hoover guardaba celosamente, llenos de secretos inconfesables de importantes personalidades, lo convirtieron en uno de los hombres más poderosos y temidos de la historia de los Estados Unidos.

Delante y detrás de este enésimo drama biográfico nos encontramos a tres profesionales a quienes el campo del biopic no les es desconocido. Para empezar, el guión corre a cargo de Dustin Lance Black, quién en 2008 hizo méritos para alzarse con el Oscar al Mejor Guión Original por “Mi nombre es Harvey Milk”. DiCaprio, por su parte, se metió en la piel de Howard Hugues en “El Aviador” bajo las órdenes de Martin Scorsese, y casi una década atrás ya demostró su valía en “Diario de un rebelde”, basada en una novela autobiográfica. Y para terminar, tenemos a Eastwood, que después de “Bird”, “Invictus” y la pseudobiografica “Cazador blanco, cazador negro” (todos sabemos que el personaje protagonista aludía a John Huston) tiene sobrada experiencia a la hora de retratar personajes e historias reales.

Con semejante trío, y trabajando juntos por primera vez dos ases como Eastwood y DiCaprio, uno espera lo mejor de una película de estas características, sobre todo teniendo en cuenta que el personaje de Hoover es un caramelo para cualquier cineasta -con talento- que se precie. El resultado, sin embargo, está lejos de ser brillante, y probablemente no sea lo mejor ni de su director ni de su actor protagonista. Pero tampoco es un trabajo desdeñable habida cuenta de sus apreciables virtudes.

Mediante continuos saltos en el tiempo, Eastwood nos va relatando los avatares de Hoover desde que encabeza la dirección de la agencia hasta el día de su muerte. El propio Hoover se encarga de contarnos –con sus respectivos adornos- la historia de su vida mientras dicta su autobiografía al mecanógrafo de turno. Sus recuerdos, y la forma en que los cuenta, se transforman en esos flashbacks que nos acercan a los años de su juventud, unos tiempos convulsos en donde los delincuentes campan a sus anchas.

Guionista y director prefieren quedar al margen de juicios extremistas y exponen los logros y las miserias del protagonista para que seamos nosotros mismos quienes le juzguemos o, en última instancia, seamos conscientes, con una visión más amplia y a la vez intimista, de lo mejor y peor de dicho individuo. Quizás eso sea más beneficioso para la película y para el propio espectador que el ofrecer una visión demasiada benévola de su figura (como ocurre en muchos biopics) o, por el contrario, crucificar sus actos de forma contundente sin llegar a comprender los motivos (justificados o no) que hubo detrás de los mismos. Claro que esa neutralidad también puede ser vista como una falta de valentía por parte de sus responsables, que han preferido no mojarse demasiado a la hora de retratar la vida personal y política de tan polémico personaje.

Hoover reformó, revolucionó y, en definitiva, mejoró una agencia gubernamental que, junto al resto de cuerpos policiales, resultaba francamente ineficaz ante el crimen imperante de la época. Con su nombramiento como director general, Hoover acabó con la corrupción interna a base de despedir agentes y reclutar a otros que asumieran el cargo con profesionalidad, responsabilidad y sobre todo lealtad. Por supuesto, toda elección quedaba sujeta a su restrictivo y subjetivo criterio, con lo que podía llegar a prescindir de agentes capacitados por mero despecho o ningunear a aquellos que supusieran una amenaza a la continuidad de su cargo.


También se rodeó de profesionales de distintas ramas (desde científicos a carpinteros, pasando por contables y asesores legales) para mejorar la eficiencia de la agencia y de sus agentes, potenciando la criminología a base de aplicar métodos científicos/técnicas forenses. De este modo, ninguna escena del crimen se limpiaba antes de que fuera concienzudamente estudiada y analizada para poder dar con pruebas incriminatorias que les pusieran sobre la pista de sus autores y, posteriormente, les permitieran juzgarles ante la ley.

Las distintas medidas impuestas por Hoover resultaron especialmente eficaces en su lucha contra el crimen organizado, y su posición y la de su agencia quedaron fuertemente reforzadas ante el caso de secuestro del hijo de Charles Lindbergh, un famoso aviador cuyas hazañas le habían convertido en una especie de héroe nacional. El suceso fue todo un escándalo que indignó a la sociedad, y el propio Hoover supervisó la investigación que finalmente dio con un culpable (aunque tiempo después se haya puesto en duda dicha culpabilidad).

Pero con tal de proteger a su país, y también de protegerse a su mismo, Hoover no dudaba en hacer lo que hiciese falta, fuese legal o no. Demostró ser un feroz anticomunista y antisemita, además de un racista, y veía enemigos en todos partes. Se regocijó en sus logros y se apropió de los méritos ajenos, ansiando una admiración que jamás le fue concebida. También utilizó a sus propios agentes para espiar a personalidades y políticos de la nación de modo que le facilitaran información privilegiada que le permitiera ejerce su poder sobre ellos, convirtiéndose así en una figura poderosa, intocable e imposible de derrocar. Sólo la Muerte pudo acabar con su férreo mandato.

Eastwood narra meticulosamente la carrera profesional de Hoover con un tono ciertamente documentalista, pero no se queda solamente ahí, sino que también ahonda en su vida privada, haciendo especial hincapié en dos aspectos fundamentales de la misma y estrechamente relacionados entre sí: su sexualidad y su dependencia materna.

Al joven John Hoover apenas se le conocían amistades y mucho menos relaciones con mujeres. Tenía un reducido círculo de confianza que, en ocasiones, se limitaba a su leal secretaria, Helen Gandy (Naomi Watts), y a su colega el agente Clyde Tolson (Armie Hammer). Con este último, se rumoreaba, mantenía una relación especial; una relación que emocionalmente iba mucho más allá de la simple amistad entre dos hombres, algo que aquí Eastwood sugiere sutilmente durante sus primeros encuentros y luego de forma mucho más clara y directa conforme avanza el metraje. En todo momento, eso sí, con la elegancia que caracteriza al director. En ese sentido, no crea que nadie pueda decir que él o el guionista se hayan mordido la lengua o hayan decidido omitir ese aspecto de la vida del protagonista. Ni mucho menos es el centro de atención de la historia pero si una parte imprescindible, por lo que debía incluirse sí o sí en la película, independientemente de la veracidad que se le presuponga (están los que lo consideran un rumor infundado y los que lo corroboran)


En lo que respecta a su dependencia materna, Hoover necesitaba constantemente del afecto y aprobación de su madre (encarnada por Judi Dench), y la enorme influencia que ésta ejercía sobre él es lo que en cierto modo le haría renunciar a su homosexualidad, convirtiéndose en un hombre soltero y reprimido de por vida. Una decisión tomada tanto por el bien de la familia como por el de su imagen pública.

Aún prescindiendo de bastantes de las licencias dramáticas que se le presupone a todo biopic cinematográfico, lo cierto es que “J. Edgar” funciona mucho mejor en esos momentos en los que se acerca de forma más íntima y personal al personaje, antojándose el resto algo más distante y carente de emoción. De hecho, si algo se echa de menos es la falta de intensidad en la narración; esa garra que hace que el relato, además de entretenernos y resultarnos didácticamente interesante, nos deje huella. Eso que en otros tiempos conseguían tipos como Oliver Stone o, para qué engañarnos, el propio Eastwood (tiempos mucho más lejanos en el caso del primero, desde luego).

No se puede negar que el trabajo del director es elocuente y refinado, haciendo que esas poco más de dos horas se nos pasen volando y consiguiendo que apenas le demos importancia a la deficiente labor de maquillaje de la que hace gala el reparto en sus envejecidas caracterizaciones (especialmente hiriente resulta la de un, pese a ello, sobradamente convincente Armie Hammer), pero en el fondo no es una película que entusiasme en exceso, pese a que tampoco se le puedan reprochar demasiadas cosas. De tan correcta que es, acaba resultando demasiado fría. Quizás un personaje tan controvertido pedía una película, precisamente, más controvertida, valga de redundancia.

El guión precisa de una mayor y mejor síntesis, y mientras que en algunos aspectos resulta toda una lección de historia, en otros en cambio sólo pasa de puntillas y deja en el tintero mucho (y bueno) que contar (todo el tema referente a los Kennedy, por ejemplo).

Ahora bien, entre sus mayores virtudes está, como no podía ser de otra forma, Leonardo DiCaprio, que sigue demostrando que es uno de los mejores actores de su generación. Su última interpretación reivindica, una vez más, su calidad actoral y reclama nuevamente esa estatuilla dorada que la obtusa Academia de Hollywood sigue negándole año tras año sin tan siquiera ofrecerle la posibilidad de optar por ella (ni una mísera nominación a los Oscars de 2012).

DiCaprio es, básicamente, la película, ya que el resto de sus compañeros se limita a acompañarle –muy correctamente porque no se les permite más- y dejarle vía libre para que se coma la pantalla. Y eso, en parte, también es un error de guión, pues por muy J. Edgar que se titule la película, debería involucrarse tanto en el personaje radiografiado como en su entorno (el personaje de Watts queda muy desdibujado, y la fidelidad para con su jefe apenas queda bien argumentada).

Por lo demás, una película/lección de historia que se ve gustosamente pero que difícilmente permanezca en el recuerdo. Mucho más lúcida y sugestiva en el retrato humano que hace de un hombre obsesivo y megalómano que en el enfoque político que le atañe.



Lo mejor: Leonrado DiCaprio; el retrato personal del personaje.

Lo peor: el maquillaje; la parte política queda descompensada.


Valoración personal: Correcta

sábado, enero 21, 2012

“Silencio en la nieve” (2011) – Gerardo Herrero

Crítica Silencio en la nieve 2011 Gerardo Herrero
Uno de los conflictos bélicos que más veces se ha abordado en el cine es, sin lugar a dudas, la Segunda Guerra Mundial. Y probablemente los americanos sean los más prolíficos en este campo dada la potente industria cinematográfica que poseen (y lo mucho que les gusta vanagloriarse de su incursión). Sin embargo, no son los únicos, y otros países, tanto del bando de Los Aliados como del bando del Eje, también han realizado, con mayor o menor fortuna, producciones que han reflejado -desde su propio punto de vista- distintos episodios de tan terrible y devastadora guerra.

Durante la II G. M., España mantuvo una (discutible) posición neutral respecto a ambos bandos, con lo cual es lógico que nuestro cine se haya interesado más bien poco en este tema y se haya centrado más en conflictos bélicos que nos atañen directamente, como la Guerra Civil, el más importante de nuestra historia reciente.

No obstante, y como ya insinúo en el párrafo anterior, esa neutralidad de nuestro país frente a la guerra no era tal, por lo que sí hubo participación de soldados españoles. Por aquél entonces, Franco pactó un acuerdo con Hitler por el que le prestaba su ayuda en el momento en el que se iniciara la invasión de Rusia. Cuando esto ocurrió, entró en acción la División Azul, un cuerpo de voluntarios españoles que lucharon codo con codo (aunque no sin discordia) con el bando alemán.
En ese contexto es en el que se sitúa “Silencio en la nieve”, la última película del director y productor Gerardo Herrero.

Frente de Rusia, invierno de 1943. Un batallón de la División Azul se topa con una serie de caballos sumergidos bajo el hielo de un lago congelado. Junto a uno de los caballos, aparece el cadáver de un soldado español. Un corte le atraviesa el cuello de lado a lado, y en el pecho tiene una inscripción grabada a cuchillo: "Mira que te mira Dios". Los mandos encargan la investigación al soldado Arturo Andrade (Juan Diego Botto), un exinspector de la policía que asume la tarea con rigor y profesionalidad, y al que le asignan como ayudante al sargento Espinosa (Carmelo Gómez).

La película, basada en la novela “El tiempo de los emperadores extraños” del escritor madrileño Ignacio del Valle, se ubica en un contexto bélico sin posicionarse políticamente hacia ninguno de los bandos enfrentados. Esto es así porque el pilar de la historia es una trama criminal sin las pretensiones añadidas de ser un relato histórico de dicho acontecimiento ni de la participación de la División Azul en el mismo, un tema por otra parte poco tratado en el cine.


El descubrimiento de un soldado asesinado es el punto de partida de una trama detectivesca que involucra a dos miembros de la División Azul encargados de la investigación. Uno de ellos es Arturo Andrade, un hombre reservado que fue inspector de la policía durante la II República y los primeros meses del franquismo. El otro es el Sargento Espinosa, un tipo pesimista convencido de que la derrota ante el enemigo es inminente. Ninguno de los dos parece demasiado convencido de la lucha contra el Ejército Rojo, pero en estos momento algo más importante ocupa sus quehaceres diarios. Ambos se entregan concienzudamente al caso de asesinato que les han asignado, tratando de recabar información acerca de la víctima y de todos aquellos con quienes mantuvo algún contacto. Sus sospechas iniciales atribuyen el móvil del asesinato a motivos políticos, probablemente un ajuste de cuentas por parte de algún quintacolumnista. Sin embargo, la inscripción que el asesino dejó marcada en el cuerpo, "Mira que te mira Dios”, resulta desconcertante. No será hasta que la citada frase cobra significado cuando se den cuenta que detrás de todo se oculta una perversa venganza y que el cadáver del soldado puede ser el primero de otros tantos si no logran atrapar al asesino a tiempo.

Herrero maneja con bastante solvencia esta historia criminal que, si por algo destaca, es por ubicarse en medio de una guerra sin tregua, mostrándonos de forma colateral la locura de la contienda y los rifirrafes entre soldados españoles y soldados alemanes. También se hace hincapié en las desconfianzas interna entre los propios miembros de la División Azul, formada tanto por falangistas voluntarios y fascistas radicales que no pertenecían a Falange como por republicanos. Todo ellos enrolados “voluntariamente” a luchar contra el comunismo. Además, en el guión también se refleja la caza de brujas entre los masones (tanto de derechas como de izquierdas) que hubo tras la Guerra Civil Española y que, tal como comprobaremos, SPOILER -- resulta ser el desencadenante de los asesinatos -- FIN SPOILER.

La caza al asesino nos mantiene intrigados durante buen parte del metraje gracias a que el desarrollo de la investigación avanza sin prisas pero también sin pausas, facilitando poco a poco esa información que nos irá descubriendo quién se esconde detrás de tan brutal asesinato y el por qué de sus actos.


Puede que alguna situación resulte algo forzada, y no cabe duda que el affaire del protagonista con la muchacha rusa y la relación que éste entabla con un niño huérfano poco aportan a la historia (aunque quizás sí ayudan a definir un poco su personaje), pero en líneas generales es una película que funciona gracias a su intriga y a la sólida construcción de sus personajes. Así como al correcto trabajo de todo su reparto, sin excepciones; desde la pareja protagonista formada por Juan Diego Botto (que, reconozco, nunca ha sido santo de mi devoción) y Carmelo Gómez, hasta el variado elenco de secundarios (el casi siempre poco aprovechado Víctor Clavijo, un desafiante –aunque un pelín estridente- Sergi Calleja, un simpático e inocente “chófer” de correos a cargo de Jordi Aguilar, etc.).

Merece también la pena resaltar el cuidadísimo diseño de producción y el trabajo de fotografía que, en conjunto, logran ambientar creíblemente esta historia ubicada en plena Segunda Guerra Mundial.

“Silencio en la nieve” es un interesante thriller ubicado en un entorno cruel donde la muerte y la miseria son el pan de cada día, y en donde la pareja protagonista intenta poner algo de orden y justicia. No es una película perfecta, pero el resultado es estimable, amén de que resulta una propuesta bastante instructiva –sin caer en el tono documentalista- en lo que al tema de la División Azul se refiere.


Lo mejor: la ambientación; que mantenga el misterio durante buena parte del tiempo.

Lo peor: algunas situaciones un tanto rebuscadas/gratuitas y el impostado romance.


Valoración personal: Correcta

sábado, enero 14, 2012

“La chispa de la vida” (2011) - Álex de la Iglesia

Crítica La chispa de la vida 2011 Álex de la Iglesia
“Balada triste de trompeta” fue una propuesta cinematográfica bastante arriesgada por parte de Alex de la Iglesia, lo que suscitó críticas dispares tanto por parte de la crítica como del público. En su noveno largometraje, el director bilbaíno deja atrás su radical mirada de la Guerra Civil Española para abordar temas candentes de nuestros tiempos (el paro, la televisión basura…).

Y lo hace a través de la historia de Roberto (José Mota), un publicista que años atrás alcanzó el éxito cuando se le ocurrió el famoso eslogan: "Coca-Cola, la chispa de la vida", y que ahora se encuentra en paro y atravesando una difícil situación económica. Desesperado por no encontrar trabajo, Roberto intenta recordar los días felices regresando al hotel donde pasó la luna de miel con su mujer (Salma Hayek). Sin embargo, en lugar de un hotel, lo que éste encuentra es un museo levantado en torno al teatro romano de la ciudad. Mientras pasea por las ruinas sufre un accidente: una aparatosa caída que termina con una barra de hierro clavada en su cabeza y que le deja completamente paralizado. Si intenta moverse puede morir. Así es como en cuestión de minutos, Roberto se convierte en el foco de atención de los medios de comunicación, lo que volverá a cambiar su vida...

Poco dado a dirigir guiones ajenos (“Perdita Durango” sería esa rara excepción a la que se suma esta última) o sin contar con la co-escritura de su habitual colaborador (Jorge Guerricaechevarria), de la Iglesia se ha involucrado esta vez una historia escrita por el guionista Randy Feldman, quién se estrena en esto de la comedia dramática tras encargarse de guiones de películas del género de acción como (la gloriosa) “Tango & Cash” o “El negociador”, una de las pocas cintas rescatables (sin ser tampoco la gran cosa) que hizo Eddie Murphy antes de entrar en el serio declive que aún arrastra.

Nuestro protagonista es uno de esos más de cinco millones de parados que vive en España y que no hay manera que encuentre un trabajo decente con el que poder subsistir. Roberto se recorre día tras días las calles de su ciudad con un puñado de currículos bajo el brazo y viendo como siempre le cierran las puertas en las narices. En un acto de desesperación, decide recurrir a su antiguo jefe, aquél que años atrás se benefició de su brillante eslogan para la conocida marca de refrescos de cola (no voy a citarla de nuevo para no hacerle más publicidad de la cuenta). Desgraciadamente, a este señor se la repamplimfla la situación de Roberto, por lo que el hombre sale de su despacho con otra negativa más sobre sus hombros. Harto de empresarios sin escrúpulos y de que nadie le dé una oportunidad, Roberto inicia un viaje y una experiencia que cambiará su vida… Y es que quién iba a decirle que un accidente que le deja con un hierro clavado en la cabeza le iba a reportar tanta fama.

Publicitario hasta la médula, y sin nada que perder salvo la vida, Roberto toma la seria decisión de sacar partido de su grave situación para ganar algo de dinero y así asegurar el bienestar de su familia. Después de ser humillado y desechado como un vulgar parásito, a Roberto ya no le queda dignidad alguna que mancillar. Por ese motivo hace una llamada para hacerse con un buen representante y conseguir darle la vuelta a la tortilla haciendo de su desgracia todo un espectáculo televisivo. Por supuesto, su mujer no entiende nada de lo que ocurre y mucho menos comparte la idea de aprovechar la vida de su marido para ganar dinero. Pero a su alrededor hay un buen puñado de buitres (periodistas, publicistas, empresarios, cadenas de televisión…) dispuestos a sacar el máximo beneficio de la vida de un hombre que pende de un hilo (o mejor dicho, de un hierro). Roberto no duda en ponerle precio a su alma, por triste o poco ético que eso nos pueda parecer.


Como decía el despreciable personaje que interpretaba Kirk Douglas en “El gran carnaval” (clásico de Billy Wilder con el que el guión de Feldman guarda no pocas similitudes), “Las malas noticias se venden mejor; porque una buena noticia no es una noticia”. Y esto lo sabe muy bien Roberto, que se convierte a voluntad propia en mera carnaza para periodistas y reporteros con hambre de exclusiva. ¿Y por qué el desgraciado accidente de nuestro protagonista interesa y vende tanto? Por el morbo al que sucumbe la sociedad contemporánea. De ese morbo vive la prensa y la televisión más sensacionalistas (es decir, gran parte de la prensa y la televisión de este país).

Feldman y de la Iglesia despliegan una ácida crítica hacia los medios de comunicación y la televisión basura sin sutilezas (que no le hubieran ido mal) y sin andarse por las ramas, no dejando títere con cabeza e incluso en algunos casos optando por la referencia más bien directa que, sin ser explicita, se sobreentiende a la perfección (la cadena interesada en vender la historia de Roberto es una tal “Antena 5”, alusión bastante evidente a una –o incluso más de una- cadena de televisión de nuestro país). Pero la prensa y la televisión no son los únicos que están en el punto de mira de la película (lo que hace que nos acordemos también de la setentera “Network” de Sydney Lumet), y arremete también contra los empresarios egoístas (y sus vagos secuaces), los políticos sin decencia alguna y, en general, contra la morbosa y deshumanizada sociedad que hemos construido y en la que vivimos diariamente.

El mensaje que lanza la película no es nuevo, pero es contundente. Sin embargo, hay un problema, o al menos conmigo lo hubo. Todo transcurre en un ambiente demasiado recargado y exagerado, con unos personajes estereotipados y excesivamente caricaturescos. Un contexto en donde los buenos son muy buenos, los malos muy malos, y en donde todo es un cúmulo de clichés embutidos con vaselina que terminan ahogando la feroz y poderosa crítica que la historia trae consigo.

Todos sabemos que para estar al frente de una cadena de televisión que se nutre de la miseria humana para vender morbo y enriquecerse con ello (audiencia mediante) hay que tener muy poca conciencia y menos aún decencia. Pero no hay necesidad de caricaturizar o vulgarizar una figura que ya de por sí resulta bastante execrable para convertirlo en personaje que parece salido de alguna (mala) película de mafiosos. Ver en cada plano en que aparece al presidente de Antena 5 a un Juango Puigcorbé en batín y rodeado de prostitutas de lujo en lencería en su lujoso apartamento creo, sinceramente, que es rizar un poco el rizo. Los hijos del protagonista, el hijo gótico siniestro (así se presenta él mismo) y la hija universitaria empollona, otro estereotipo al canto que en la historia no tiene una base que los justifique.


Esto son ejemplos de esos varios que ofrece “La chispa de la vida” y que resultan excesivamente esperpénticos y risibles (sumemos a los periodistas matándose casi literalmente por entrar en el museo a cubrir la noticia, a la vecina ofreciéndole comida al accidentado, al guarda de seguridad panoli sacando fotos con el móvil, la absurda forma en que se desenvuelve el accidente de Roberto, etc.).

La película se muestra descompensada a la hora de mezclar comedia y drama. La comedia se acerca más a la parodia más grotesca que a la sátira, y el drama es bastante intenso y casi lacrimógeno, con lo que en conjunto la cosa no termina de cuajar, o al menos a mi no me convenció. Lo que hubiese podido convertirse en un drama con pinceladas de humor negro (o una sátira pura y dura), pasa a ser dos películas intentando ser una sola. El guión no consigue aunar los dos enfoques sin que chirríen (y los chistes fáciles o pasados de rosca no ayudan en nada).

En cuestión de drama, no obstante, es precisamente donde el guionista, el director y sobre todo los actores protagonistas se lucen de maravilla.

Merecidísima tanto la nominación a los Goya de José Mota a Mejor Actor Revelación (aunque en su profesión de cómico televisivo lleve años interpretando delante de una cámara) como la de Salma Hayek a Mejor Actriz. Me atrevo a asegurar que nunca hemos visto a la mexicana al nivel de interpretación que ofrece aquí. En parte porque su carrera en Hollywood se ha nutrido hasta la extenuación de su condición de “cañón latino” (cliché que ha repetido con mejor y peor fortuna), en parte porque su personaje está magníficamente construido (el suyo y el de José Mota, junto al de Banca Portillo, son los pocos personajes realmente creíbles –sin hipérbole de por medio- dentro del circo mediático que se monta a su alrededor) y en parte porque de la Iglesia entiende de dirección de actores.

Las partes dramáticas son las que mejor funcionan, y eso se nota sobre todo al final (duro pero a la vez esperanzador; en resumen: un gran final), que casi me hace creer que he visto una película mejor de lo que realmente es. Porque “La chispa de la vida” es irregular, con momentos brillantes y otros que simplemente no funcionan y desajustan la función. Con (sobre todo) dos actores que brillan con luz propia y otros que por exigencias de guión o por carencias interpretativas no convencen (aunque podemos estar agradecidos de que de la Iglesia no le haya dado el papel principal a la mediocre Carolina Bang y que lo del amiguete Vigalondo sea sólo un fugaz cameo, sino ya hubiera sido la hecatombe del “enchufismo”).

Uno de esos casos en los que el barroquismo del director anulan automáticamente las posibilidades de una buena historia. Es el precio que hay que pagar cuando se tiene un estilo propio. A veces se da en el clavo y a veces no (o a veces, simplemente, se sacrifica el estilo y se rueda algo tan impersonal y rutinario como “Los crímenes de Oxford”).


Lo mejor: las partes dramáticas; José Mota y Salma Hayek.


Lo peor: que la caricaturización y exageración de los personajes y las situaciones tumben la película.



Valoración personal: Regular

domingo, enero 08, 2012

“Una boda de muerte” (2011) – Stephan Elliot

“Una boda de muerte” (2011) – Stephan Elliot
Una de las comedias más destacables que se estrenaron allá por el 2007 fue “Death at a Funeral”, bautizada en España como “Un funeral de muerte” por obra y gracia de nuestros “retituladores del averno”, como cariñosamente les llama un servidor. La susodicha, una coproducción entre EE.UU y Reino Unido, se centraba en el desastroso funeral del patriarca de una familia no demasiado bien avenida. La (simpática) película en cuestión tuvo bastante éxito, lo que ha llevado a su guionista, Dean Craig, a repetir la fórmula dos veces más: primero realizándose en 2010 un remake genuinamente yanqui (esto es, sustituyendo el humor negro a la inglesa por el humor vulgar a la americana) y ahora plasmándose una similar concepto en “A Few Best Men”, en donde se cambia el funeral por una boda y al realizador de filmes como “La pequeña tienda de los horrores” o “In &Out” (Frank Oz) por el de “Las aventuras de Priscilla, reina del desierto” (Stephan Elliott). Y como los productores y el guionista de esta nueva cinta son los mismos, aquí han decidido adecuar el título repitiendo la coletilla y quedándose así en “Una boda de muerte” (y tan panchos, oye)

David (Xavier Samuel) está a punto de casarse con Mia (Laura Brent), una joven muchacha australiana a la que conoció –y de la que se enamoró perdidamente- durante unas vacaciones. La ceremonia tendrá lugar en casa de Mia, por lo que David se traslada hasta Australia junto a sus tres mejores amigos: Luke, que será el padrino y que acaba de perder a su novia; Tom, un pasota total, y Graham, un hipocondríaco acomplejado.

Cuando llegan a su destino, David conoce por fin a sus suegros. El padre es un rico senador australiano y la madre una ama de casa servicial. En un principio, los padres de Mia reciben a David y a sus amigos con los brazos abiertos, pero en la despedida de soltero las cosas se desmadran y la boda no resulta ser lo que debiera.

Las bodas han sido y serán siempre un tema recurrente en el cine, sobre todo en lo que a comedia romántica se refiere. El año pasado, sin ir más lejos, tuvimos en cartelera “La boda de mi mejor amiga”, que fue todo un éxito de crítica y público (aunque a mí me pareció deleznable, dicho sea de paso).

Mientras que aquella se centraba en la preparación de la boda y sobre todo en la despedida de soltera de la futura esposa, en “Una boda de muerte” es la celebración de la propia boda el foco de atención de la trama; una boda que se convierte en un auténtico desmadre después de que la noche anterior a la misma al novio y a sus amigos se les vaya de la mano la despedida de soltero.

Pero la semilla del desastre se germina unas horas antes, cuando Tom decide comprarle algo de droga a un traficante local. A partir de ahí y de la borrachera de la noche previa a la boda, todo empezará a torcerse. Una celebración planificada a lo grande, con todo lujo de detalles y con unos invitados selectos se convertirá en un caos por culpa de tres tíos, los amigos del novio, un poco pasados de vueltas.



Luke está deprimido o, mejor dicho, totalmente hundido porque su novia le ha dejado y ahora está con otro tío, así que se pasa toda la boda dándole a la botella y llamando desconsoladamente a su ex para hundirse aún más en su propia miseria. Con un padrino así, la cosa no puede funcionar bien. Pero todo se complica si a ello sumamos a Tom (Kris Marshall) y su absoluta despreocupación por la boda. Tom no termina de convencerle que su mejor amigo se case con una chica a la que apenas conoce, por lo que de manera consciente e inconsciente (según la ocasión) sabotea la ceremonia con sus desastrosas ocurrencias.

En cuanto a Graham (Kevin Bishop), sus propias extravagancias ya son suficiente motivo de queja, pero si a eso añadimos el factor “droga”, la cosa puede ponerse mucho peor. Y de hecho, se pone mal, muy mal.

La boda se convierte en una continua sucesión de calamidades que avergüenzan constantemente a un impotente David. Con semejante percal no es de extrañar que las reticencias de su yerno vayan en aumento y que a Mia se le vaya agotando la paciencia por momentos. Y a todo esto… ¿qué hay de la madre de susodicha? Pues SPOILER-- desatada totalmente y divirtiéndose de lo lindo a base alcohol y coca --FIN SPOILER.

El caos que el guionista desata busca desesperadamente el humor gamberro y no se puede negar que en ocasiones logra crear situaciones bastante divertidas. Algunos gags son mejores que otros (el momento en el que el ornamento floral arrasa con los invitados no tiene desperdicio); los hay que son más predecibles (el momento del vídeo humillante se veía venir desde el principio) y, definitivamente, hay momentos que resultan de muy mal gusto por culpa de la –por desgracia- imprescindible escatología. Claro que esto último parece entusiasmar al público, habida cuenta del tipo de comedias que suelen arrasar en taquilla (la propia “La boda de mi mejor amiga” contenía uno de los gags escatológicos más infames del pasado año, y productos como “Fuga de cerebros” encuentran fácilmente quién le ría las gracias), así que no creo que estas situaciones disgusten tanto al espectador común como me disgustan a mí (será que con la edad me he vuelto más “exquisito”)


Y es que aunque estemos hablando de una coproducción entre Australia y Reino Unido, aquí poco se percibe del humor tan típicamente inglés. La sutileza brilla por su ausencia y aunque surjan de vez en cuando diálogos más o menos inspirados (las pullas a las costumbres australianas y a su pasado bélico), en general se trata de un humor más propio de las comedias americanas y muy en consonancia con producciones como “Resacón en Las Vegas”.

Por tanto, “Una boda de muerte” es una opción que bien vale para echarse unas risas con los colegas mientras se disfruta de la desgracia ajena y de las locuras que van sucediéndose a lo largo de poco más de hora y media (que es básicamente lo que debería durar toda comedia que se precie, sea mejor o peor que ésta). Quizás lo mejor de todo sea el reparto formado por ingleses y australianos, y de entre los que destacaría Kris Marshall, que repite jugada tras “Un funeral de muerte”, y Kevin Bishop, actor de trayectoria mayormente televisiva. Además, cabe hacer una mención especial a una casi irreconocible Olivia Newton-John (la cirugía plástica, un terrible enemigo de Hollywood…) en uno de esos papeles que por norma general suelen quedarse en una breve aparición estelar y que aquí, sin embargo, se le saca bastante jugo dejando que la actriz explote se vena más desenfadada. Quizás sólo por eso ya merezca la pena echarle un vistazo a la película.


Lo mejor: que te echas algunas risas.


Lo peor: que toda comedia sucumba siempre al gag escatológico.



Valoración personal: Correcta